El que quiera escribir algo, que lo escriba. El que quiera publicar algo, que lo reescriba.

Preocúpate de empezar la obra, que la obra ya se ocupará de crecer.

jueves, 21 de agosto de 2008

 Abril de 1948. Irene, a sus seis años, es ingresada en un sanatorio antituberculoso de la ciudad de Málaga, en el que deberá permanecer durante cuatro años. En ese mundo luctuoso en el que está inmersa, la niña nos narra, con esa frescura infantil exenta de toda afectación, su particular epopeya cotidiana en la que la risa y el llanto van íntimamente ligados. A su alta hospitalaria se verá enfrentada a dos entornos familiares antagónicos: por una parte, el gélido clasismo de sus tíos, miembros destacados de la alta sociedad. Por la otra, la desesperada lucha de sus padres por subsistir

Ora pro nobis es una puerta abierta a un mundo sobrecogedor de hechos inenarrables, que atrapa desde el primer instante. En ésta novela, Maite García Romero, con un dominio creciente de las dotes narrativas y del análisis psicológico, se oculta tras una cortina de invisibilidad para permitir que la niña, y posteriormente la adolescente, sumerjan al lector en esa atmósfera opresiva de intolerancia y pundonor de la que difícilmente saldrá ilesa.
Año de publicación: abril 2008

                                                       .Editorial Huerga y Fierro Editores
















Ora pro nobis fue presentado por el Ayuntamiento de Málaga, el día 16 de mayo de 2008, en los salones del Hotel Málaga Palacio.


jueves, 17 de julio de 2008


Cuando comencé a escribir Ora pro nobis, me posicioné como autora intentando describir, opinar, juzgar y sacar conclusiones, con la mayor riqueza de vocabulario y fluidez narrativa, propia de un estilo literario idóneo. No tenía en cuenta que en esa trama que yo había elaborado se hallaba Irene, la niña protagonista, intentando abrirse paso entre el laberinto de mis pensamientos.
Rompí más de cien folios escritos; tomé a Irene de la mano, la coloqué delante de mí y le permití que hablara. Le permití que llorase, que se enfadara, que riese a carcajadas, en definitiva, que expresara sus sentimientos como le diera la gana. Yo, simplemente, me dediqué a observarla, a percibirla. Y así, de esta manera, Irene consigue, con ese tono fresco y natural lleno de color y afecto, meterse dentro de nosotros y hacernos ver que vivir puede ser una aventura apasionante, aunque no sea cosa fácil tocar el cielo.
Ora pro nobis es una novela en la que propiamente el diálogo es acción y la acción es diálogo, la tristeza es alegría y la alegría es tristeza, donde reír y llorar es lo mismo.
El sistema dialogal que he adoptado en este libro, nos da una idea concreta de los caracteres de cada personaje. Estos se componen, o imitan más fácilmente, por decirlo de alguna manera, a las personas cuando con su propia palabra manifiestan sus sentimientos dándonos la magnitud, más o menos profunda, de sus acciones. La palabra del autor, narrando y describiendo, no tiene, en término generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual de los personajes, como con la virtud misteriosa del diálogo que es como vivir la aventura o el suceso en vivo y en directo.
La historia se desenvuelve en su primera parte, entre un ritmo apacible y divertido, amenizado por el candor y la ingenuidad de unos niños; como trepidante por el entorno riguroso y el sufrimiento que rodea la vida de estos mismos niños. En su segunda parte, Irene, llegada ya su adolescencia, nos sigue dejando el testimonio de una época y una sociedad, en la que unas personas que comparten un inalterable código de conducta, fuera del cual todo es un caos de mal gusto y vulgaridad, enturbian su natural desarrollo como mujer. Efectivamente, tanta respetabilidad y compostura, tanta costumbre fosilizada en prejuicios y ritos inconmovibles, donde todo se dice a media voz y cualquier temblor emocional, así como la cultura e incluso el sentido del humor se reprime a toda costa, consigue que su vida sea una incertidumbre, que esté siempre en eterna y terrible duda, que esté palpando en lo fatuo, y tropezando en la realidad.
Irene, solamente quiere vivir. Ser como cualquier chica de su edad; estudiar, reír, amar, soñar, imaginar… Quiere sentirse contenta, libre, pero no halla el camino adecuado para ello, por eso elige refugiarse en los sueños más dulces, en las ideas más bellas.
En términos generales, puedo decir, que he disfrutado escribiendo esta novela. Y el caso es que la he trabajado mucho; me he documentado exhaustivamente, y le he hecho por último una trilla (como se dice en el mundo literario) que casi me la cargo. Pero es curioso, mientras la escribía, en cierto modo, me aparté de tantas dosis diarias de guerras, homicidios, cotilleos, estupideces; y me escuché a mí misma; y me impacienté cuando las musas se retrasaban, y me emocioné con cada niño carente de amor y salud que pululaba en mi imaginación… Jugué y reí con ellos; me sentí cómplice del primer amor de una adolescente, cercana a unos seres que poseían la sorprendente grandeza, de saber disfrutar de todo sin tener nada. Y ahí está el quid de esta novela: en esa búsqueda que hacemos de la supervivencia y la dignidad humana, que siempre ha sido y será, la principal fuerza que mueve la tierra.

Maite García Romero


«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (http://www.conlicencia.com/) 91 702 19 70/ 93 272 04 45)».





martes, 17 de julio de 2007




En el Certamen Literario convocado por el Ayuntamiento de Benalmádena para el Día Internacional de la Mujer del año 2000, se me concedió el primer premio al relato: Nosotras que hemos luchado tanto, incluído en Historias de Mujer.




 Este libro salió a la venta en junio de 1998


Cuando Germán, incapaz de afrontar el abandono de su mujer y la enfermedad irreversible que le invade, decide poner fin a su vida en una solitaria playa, queda sorprendido al descubrir a una hermosa y enigmática mujer, que le hace entrega de un manuscrito antes de desaparecer entre la bruma marina. Sobrecogido, descubre que es el testimonio de Patricia, una médico que muere de forma violenta en un aparcamiento del Madrid burgués, y que narra las experiencias que tuvo de su paso por la Tierra, y, especialmente, los asombrosos descubrimientos que hizo después de abandonarla, cuando comprobó que no había terminado en la tumba como esperaba.

Una obra tan fascinante como conmovedora, en la que la autora lleva al lector a reflexionar sobre el sentido de la vida, y nuestra actitud para tomar conciencia de la muerte sin sufrimiento ni angustia.

                          Editorial Huerga y Fierro Editorial



 


Presentación en el Círculo de Bellas Artes de Madrid

Recuerdo que cuando acabé el libro anterior a éste, sentí una imperiosa necesidad de continuar escribiendo, de volver a caminar por los laberintos de la imaginación para comenzar a crear una nueva historia. El hecho de sentarme a escribir me produce una satisfacción que en cierto modo se asemeja al sentimiento que he experimentado con cada embarazo. Es sentir como la primera idea implantada en la mente, es ya una nueva vida dentro de ella que se va gestando día tras día, que va adquiriendo peso, sentimientos. Al término, te quedas mirando el manuscrito y piensas que verdaderamente acabas de parir a un hijo. Un hijo menor que fue engendrado en la mente pero que es algo tan tuyo y tan arraigado a ti, que lleva parte de tu personalidad.
Y como todo embarazo, no suele producirse cuando una quiere sino cuando tiene que llegar. Y así me vi, que por más que lo intentaba las ideas se atropellaban en mi cabeza y no acababa nunca de definirse el argumento que debía componer ese futuro libro.
Aquella mañana en la que me desperté impresionada por un sueño que tuve, recuerdo que era sábado. Durante unos segundos, un poco aturdida, me quedé mirando la luz que se filtraba a través de la persiana. Aquel sueño me había resultado tan real que me impresionó hondamente. El reloj marcaba las 7,15 h, cuando más consciente ya de la realidad me levanté y rápidamente escribí el resumen de aquel sueño antes de que pasara al olvido. ¡Fantástico –exclamé– este será el tema de mi próxima novela. Lo curioso es que ese tema era el más opuesto de los que yo había barajado, el que jamás se me hubiese pasado por la imaginación, sin embargo, sin apenas ordenar mis ideas sentía ya la imperiosa necesidad de comenzarla. Era como si alguien me dijera: “toma, ahí está contenido lo que debes escribir”.
En varias ocasiones estuve tentada a abandonar esta narración, pero cuando decidía dejarlo las ideas comenzaban a surgir de nuevo tan claras y sencillas, que volvía a continuar con más entusiasmo.
Patricia, la protagonista de esta historia, es una mujer de nuestro tiempo. Médico de profesión, empeñada siempre en destacar tanto en el ámbito profesional como en el personal. Rígida consigo misma y con los demás, le preocupa dar siempre una imagen moral intachable. Con los pies firmemente arraigado a la tierra, jamás se plantea la existencia de Dios, del alma o de una vida más allá de la muerte, porque para ella la ciencia es su dios, el cuerpo su ser al que se aferra con fuerza, la vida presente la única, y en consecuencia, según ella, todo acaba en la tumba.
La muerte en el hospital la vive como una derrota profesional, no entiende su sentido. Evita pensar en ella porque le aterra, e incluso le parece creer que es algo que sólo les ocurre a los demás, pero que nunca le va a llegar.
¿Y no es precisamente este sentimiento de temor que tiene Patricia común en mí también? Me pregunté una vez mientras escribía. Lógicamente yo sabía, que más tarde o más pronto tengo que abandonar este mundo, pero esto era algo que estaba superficialmente en mí como teoría. Tuve que sufrir un accidente de tráfico y verme cerca de ese momento, para experimentar en la práctica una pequeñísima parte de ese instante tan trascendental. Y a partir de entonces, supe que había tenido la gran oportunidad de percibir una dimensión tan extraordinariamente nueva que cambió de una forma muy positiva mi vida.
Lo curioso es que no hay nada en este mundo de lo que podamos estar tan seguros, como de que un día lo habremos de abandonar, y sin embargo, que pocas veces analizamos en profundidad este acontecimiento. El tema de la muerte nos produce tal angustia, que nos arruina la alegría de vivir. La muerte es siempre un aguafiesta que estropea todo sentimiento de placer. Nadie sabemos como tratarla, y como no sabemos, la mayoría adoptamos la técnica del avestruz.
Por supuesto que la cuestión de afrontarla serenamente es difícil, ya lo creo que sí; nos resulta oscura de entender, nos asusta su desconocimiento.
¿Qué es la muerte? –nos preguntamos– ¿Adónde vamos? ¿Por qué? ¿Para qué? Para unos será el sentido de la existencia y para otros, el sinsentido. Para unos el encuentro con Dios y para otros, el encuentro con el vacío infinito; para otros tantos una solución a sus vidas, para otros, un rebelarse a ella.
La soledad que hoy día está hiriendo a tanta gente, pienso que nace de un profundo vacío espiritual. Pocas veces disfrutamos de ese silencio íntimo con nosotros mismos. Pasamos la mayor parte de nuestra vida rodeados de inseguridades y frustraciones intentando sobrevivir en un mundo en el que el éxito es medido en términos materiales. Cómo organizar, cómo trabajar, cómo poseer cada vez más, cómo amar,.. ¡Cómo ser feliz!...
La habilidad para saber vivir feliz, es siempre un proceso interno de búsqueda y aprendizaje. El gran filósofo Carl G. Jung dijo: “Lo que acontece después de la muerte es tan inenarrablemente hermoso, que ni nuestra imaginación ni nuestros sentimientos alcanzan a vislumbrar un concepto siquiera aproximado”. Efectivamente, creo que si tuviésemos un atisbo siquiera de lo que significa lo que nosotros llamamos muerte, seguro que adoptaríamos una aptitud distinta frente a la vida, mucho más humana, más pacífica, y en definitiva, mucho más feliz.
                                                              Maite García Romero


«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (http://www.conlicencia.com/ ) 91 702 19 70/ 93 272 04 45)».

lunes, 16 de julio de 2007





  Este libro salió a la venta en junio de 1993

Prólogo: Pedro Miguel Lamet (S. J. Escritor y periodista)

Si un gran número de aquellos niños de la posguerra española, vivieron con las consecuencias de una educación autoritaria y represiva por parte de los colegios, la iglesia y la sociedad en general, que fomentó el temor y redujo considerablemente la libertad impregnando las mentes infantiles de valores eternos de guerra y religión, esos mismos efectos se multiplicaron en otros niños que la soportaron bajo el peso de una enfermedad, internados en instituciones sanitarias.Yo acuso y perdono da un testimonio sobrecogedor de un trozo de vida que fue la realidad cotidiana, en uno de esos centros, en la ciudad de Málaga.

Es una novela sobre la inseguridad y soledad de una niña enferma, frente al pánico y desamparo de una educación increíble; donde la autora-protagonista nos narra cómo consiguió hacer una trasmutación interna de su angustia y desesperanza en un canto y alabanza de la vida como valor supremo. Y aquí es donde radica la base primordial de este libro, en ese paso mágico de ternura inmensa que anula y perdona los errores del ayer.
Editorial Betania




La presentación tuvo lugar en el Ateneo de Madrid el día 7 septiembre de 1993



El primer impulso que me llevó a escribir éste libro, fue el de un grito de denuncia a un pasado en el que una educación represiva, cruel, e inflexible, nos marcó a muchos de aquellos niños enfermos que durante años permanecimos internados en instituciones sanitarias soportando una agresividad, tanto física como psíquica, que nos traumatizó dejándonos unas secuelas que arrastraríamos en el futuro.
Porque carecimos de cariño, de juegos, de contento. No hicieron el mínimo gesto por hacernos sentir queridos, comprendidos, amparados; al contrario, se esforzaron en promover el temor y el miedo con sus palabras de amenazas, con sus actuaciones… Cuántas veces fue ignorada nuestra dignidad, nuestra condición de niños impedidos… Cuántas vece se nos humilló, se nos oprimió, se nos trató de manera muy poco saludable y normal, con lo cual, fue imposible alcanzar un pleno y armonioso desarrollo de nuestra personalidad infantil.

Hoy, después de tantos años, después de tantas experiencias acumuladas y de haber ido conquistando palmo a palmo la armonía dentro de mí, no quiero que éste grito de denuncia a ese pasado quede sólo como una mera acusación hacia unas personas que, en realidad, sólo nadaban dejándose arrastrar por la corriente de oscurantismo que existía. Y aunque ya hoy día en nuestro país se ha dado un paso gigantesco en éste sentido, me gustaría que mi voz pudiera ser oída en muchos lugares del mundo en el que por varias razones aún se sigue descargando en los niños agresividad de guerra y muerte, o de incomprensión a sus limitaciones físicas o psíquicas que destruyen sus libertades y ahogan sus alegrías e ilusiones.

Y ese sería el reclamo de unos derechos del pasado, que por lo menos, si muchos tuvimos que sufrir sus consecuencias, que esos mismos errores pudieran servir ahora y en el futuro, para que no se repitan; para que actuemos siempre con amor y justicia, dejando a los niños con su frescura natural, con su sonrisa e ilusión, asomarse con sus miradas limpias a la ventana de la vida.

Maite García Romero


«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (http://www.conlicencia.com/) 91 702 19 70/ 93 272 04 45)».

martes, 10 de julio de 2007

EL SENTIDO DE MI VIDA

Ay, mi niño, si yo liberase todos los sentimientos de amor y agradecimiento que siento por ti. Tú eres el sentido de mi vida, hijo, a ti te debo los rasgos fundamentales de mi carácter, todo el orden de mi existencia. Antes de tu nacer yo era una mujer resentida. Resentida con una sociedad que me ignoraba y resentida conmigo misma porque no ignoraba mi escaso atractivo físico. Fue quizás por ello que me volqué exclusivamente en los estudios y me convertí en una joven inquieta por la cultura, curiosa, aplicada, siempre destacando en ese terreno. Vamos, lo último que un joven de aquella época deseaba en una mujer. Sólo cuándo se acercaban los exámenes era cuando ellos también se acercaban a mí. Durante esa temporada tenía un enjambre de chicos revoloteando a mí alrededor, pero eso sí, sólo para pedirme ayuda, después, un “gracias” y si te he visto no me acuerdo. Aun así puedo decirte que encontré más facilidad para conectar con los chicos que con las chicas, aunque solamente fuese a un nivel de estudios. No sé, quizás la línea divisora que existía entre ellas y yo era demasiado grande, me parecían  arrogantes, seductoras, coquetas, seguras de sí mismas, mientras que yo me veía acomplejada, retraída, encerrada en un mundo opuesto y sólo espectadora y confidente de sus conquistas y devaneo. Yo no despertaba admiración ni interés en nadie, cariño, ni siquiera en mi madre, o sea, en tu abuela, que es lo que más me dolía. Tenía la sensación de pasar desapercibida para ella, porque jamás tuvo una frase que hiciera que me valorara como mujer, al contrario, mi carácter débil, acomplejado, inseguro y pesimista, se encargaba de implantármelo cada vez más profundamente con sus continuos reproches y acusaciones. Y así, al acabar la carrera, comenzaron mis temores. Y entre todos, el que más me hacía la vida imposible: el temor a hablar en público. Imagínate con mi profesión. Imagínate, hijo, lo que era yo en una sala de lo contencioso teniendo que hacer una defensa con el corazón desbocado, la boca seca, la voz entrecortada y las manos heladas. ¡Un desastre! Más de una vez estuve a punto de desmayarme y tuve que salir de la sala, con el consiguiente aumento al temor de verme la próxima vez en semejante circunstancia. Las crisis de pánico me asaltaban, no solamente mientras desempeñaba mi trabajo como abogada, sino por cualquier otra circunstancia. Durante las noches, insomnio y pesadillas; y por las mañanas, cansancio y agotamiento para afrontar el nuevo día. Era, ¿cómo te diría?... un desgarrarse el alma en lo más íntimo, como si otro “yo” se sobrepusiese al “yo” consciente y me aplastara. No sé si me entiendes; quedaba rota, destruida, sin ganas de vivir. Una mañana en la que el pánico me jugó otra mala pasada, dejando mi profesionalidad por los suelos, llegué a casa tan descompuesta que tuve la imperiosa necesidad de contárselo a mi madre, buscando apoyo en ella. ¿Quieres saber lo que me dijo? Que yo no estaba a la altura de ejercer con éxito la abogacía. Después de oír estas palabras me eché a la calle sin saber dónde ir. Me sentía aturdida, exasperada, impotente, desmoralizada por completo. Saqué un tranquilizante del bolso y con la propia saliva lo tragué ansiosamente. ¿Qué hacer? Necesitaba hablar, necesitaba el apoyo de alguien ¿Pero a quién recurrir? Hacía ya más de dos años que había terminado la licenciatura y apenas si conservaba una amistad con mis antiguos compañeros de clase. Durante los años de carrera para ellos fui la empollona en quién buscar  ayuda y la persona en quien confiar sus penas de amor, después, ni me entendía con la gente de mi edad ni la gente de mi edad se entendía conmigo.

Al pasar delante de nuestra parroquia, y ver la puerta abierta, sentí deseos de entrar. Me apetecía estar en silencio y a solas conmigo misma. Y digo conmigo misma y no con Dios, porque en Él no creía en absoluto. Creo que el fanatismo exacerbado de tu abuela por todo lo concerniente a la religión, y su afán por imponérmela de una forma drástica, debió de producir en mí un efecto contrario. Desde niña odiaba asistir a misa los domingos o a cualquier otro culto religioso, ya que la única explicación que recibí de ella cuando me hacía la remolona, era mi obligación como católica. Detectaba la idea retorcida del pecado porque siempre estaba en su mente ante cualquier comportamiento ajeno que no estaba de acuerdo con su casuística moral. El concepto de cielo e infierno, me parecía absurdo, y la existencia de Dios me parecía descabellada. Pero esa tarde entré en una iglesia que hacía años que no pisaba. Estaba en penumbra y apenas si había alguien excepto una vieja arrodillada que farfullaba sus oraciones. Me detuve un momento al descubrí, sentado en el confesionario con un libro entre las manos, al padre Alberto Ballestero, que me sonreía.

Albert, como le llamaban los jóvenes, era un hombre de unos cincuenta y tres años, de pelo cano, y un gesto afable y simpático. Me caía bien, aún sin apenas conocerlo, quizás por las críticas ácidas y resentidas que mamá hacía de él. Y es que Albert no era un cura de los de entonces. Albert era distinto. Era un cura obrero que trabajaba en una fábrica, que denunciaba valientemente cualquier injusticia y que además, proclamaba a los cuatro vientos el derecho a la libertad, justicia y amor para todos los seres humanos. Y eso, en una época de nacionalcatolicismo le trajo más de un disgusto y más de una noche durmiendo en chirona. Le devolví la sonrisa. Dudé unos segundos, y a continuación, cómo impulsada por un resorte, me dirigí al confesionario y caí de rodilla sollozando. Al ver mi reacción, Albert inmediatamente salió del confesionario, me tomó por el brazo y me levantó.

    —Ven —me dijo—, vamos a charlar.

Nos dirigimos a una cafetería que por aquel entonces había frente a la iglesia, y ocupamos una mesa algo más apartada. Al rato, ante dos tazas de café, comencé a hablar. Y hablé como jamás lo había hecho con nadie: sin timidez, sin tapujos, sin miedo, sin dudar. Abrí mi alma de par en par y él leyó con avidez cada página de mi vida. A partir de aquel día nuestras charlas se hicieron frecuentes. Eran charlas coherentes, acogedoras, intentando siempre resolver mis miedos incapacitantes. Albert me enseñó a enfrentarme conmigo misma y con mi conflicto, con una sincera resolución por mi parte de no postergar el esfuerzo necesario para conseguir una vida normal. Y sobre todo, me enseñó a quererme a mí misma, a confiar en mí ya que hasta entonces puede decirse que me había sentido culpable de mi sufrimiento, me consideraba indigna, no merecedora de nada bueno en la vida. Pasado un tiempo, mis síntomas se redujeron a algo molesto, pero soportable. Al cabo de varios años logré dominarlos por completo.

De la persona tímida e insegura que siempre había sido me convertí en una luchadora en pro de la libertad y los derechos de la mujer. No había nada que me hiciese callar en aquellos años setenta. Ni las carreras con los grises pisándonos los talones ni las detenciones (que se sucedían cada dos por tres) ni las pintadas en el portal de “putas feministas”. Después, con el paso del tiempo todo se fue apaciguando. Se acabaron las carreras, las pintadas y las detenciones, y se comenzó a hablar con libertad. Para entonces yo era conocida como una de las principales defensoras de los derechos de la mujer de éste país. Todo parecía ser perfecto para mí. Tenía una buena posición económica, prestigio profesional, y fama y popularidad entre las mujeres. Fui asistiendo a las bodas de mis compañeras, a los bautizos de sus hijos, y así casi sin darme cuenta, me vi con cuarenta y tres años, viviendo sola, rodeada de libros y convenciéndome a mí misma de que era feliz con mi soledad. Pero no, el trabajo y mis convicciones socio-políticas, no me llenaban por completo. Sentía como se marchitaba mi cuerpo de mujer sin haber vivido ni conocido el amor, y eso me inundaba de una gran tristeza. Si desde tiempo atrás ya se manifestaba en mí el deseo de ser madre, en aquellos momentos era con prepotencia. Me sentía seca, estéril, marchita. Entre el círculo de mujeres en el que me movía, se decía que éramos dueñas de nuestro cuerpo y que por lo tanto, querer tener un hijo dependía exclusivamente de nosotras, ya que el hombre no era más que una necesidad biológica, y punto. Algunas de ellas tuvieron hijos de ésta manera, pero yo no podía. Me argumentaba yo misma esa tesis, incluso tuve varias proposiciones para irme a la cama, pero no me decidí. Por ninguno de aquellos hombres sentía nada y en esas condiciones era incapaz, no podía trivializar un hecho tan trascendental para mí, porque el amor no podía pasar a un segundo plano, eso jamás. Si tengo un hijo que sea fruto del amor, me decía. ¿Pero vendrá alguna vez el amor? Me preguntaba a continuación. Y en esos instantes de silencio, un escalofrío recorría mi cuerpo al pensar llegar a la vejes y a la muerte sin haberme enterado de lo que una mujer siente con la maternidad ni de lo que una mujer siente cuando ama a un hombre. Una mañana, en un vuelo Madrid-París, conocí a David, tu padre. Me enamoré apasionada e irremediablemente por primera vez. Él era periodista y volaba para cubrir no recuerdo que acontecimiento, y yo tenía que resolver un asunto y regresar a los dos días. Por lo cual, apenas nos vimos hasta nuestro regreso. Una vez en Madrid, no paramos: compartimos almuerzos y cenas maravillosas en los mejores restaurantes, bailamos hasta las tantas de la noche, y por las mañanas visitábamos museos, recorríamos mesones, o cogidos de la manos deambulábamos por las calles, por los parques, por las avenidas, por el Madrid burgués de la zona norte, y por el paupérrimo de la zona sur, absorbiendo el encanto de esta ciudad, de mi ciudad hospitalaria y acogedora que durante aquellos días albergó mi corazón palpitante de emoción y dicha.

Me convertí en la mujer más feliz del mundo. Tu padre era un hombre sumamente considerado y galante. Me narraba con su habitual sentido del humor, lo acaecido en su ya larga trayectoria profesional. Sus primeros pasos por varios trabajos mal remunerados, la escasez económica que padeció, y lo poco gratificante que le resultó aquella época, profesionalmente. Años más tarde iniciaría una trayectoria diferente en el periodismo, con la que llegó a alcanzar las metas que siempre se había marcado. Entre anécdotas y anécdotas, él me iba seduciendo y yo me iba entregando. Pero eso sí, con precaución. Yo no era ya tan joven, y mucho menos una belleza, por lo cual, la sospecha de que me estuviese tomando el pelo o que, simplemente, quisiera pasar el rato, me martilleaba constantemente el cerebro. Me dijo que vivía en Barcelona con su madre, y con un perro que le habían regalado unos amigos. Y que tres años atrás, cuando estaba a punto de casarse, perdió a su prometida en un accidente de coche.

Conforme transcurrían los días, yo me iba diciendo que todo lo que me venía a la mente no era más que pura nadería. David era una extraordinaria persona y yo estaba coladita por él. Así que intenté superar aquella sensación de alarma, y me entregué sin reserva alguna a vivir esa pasión que por fin la vida me regalaba. Puedo decirte, hijo mío, que fue la primera vez que me sentí viva de verdad. Durante aquel tiempo tuve la sensación de que mi corazón no tenía límite para la pasión y el amor, y que lo que yo estaba viviendo era tan maravilloso que no podía ser real. Estuvimos los veintitantos días que él pasó conmigo en Madrid, sin apenas separarnos ni de día ni de noche, viviendo un sueño maravilloso. Durante ese tiempo las dudas se acallaron para dar paso a tanto amor, a tanta dicha y a tanto encanto, que hasta prolongaba el momento de quedarme dormida por tal de no perderme ni un momento de felicidad.

Antes de hacerme ningún examen, antes de que mi cuerpo comenzara a modificarse y antes de tener ningún síntoma, yo sabía que estaba embarazada. La alegría tan grande que me invadió el día que salí del laboratorio, con los resultados del análisis en la mano, ni siquiera puedo explicártela. Una y otra vez leía aquella maravillosa palabra que apenas distinguía por las lágrimas: “Positivo”. Llamé rápidamente a tu padre y loca de alegría le dije que por favor hiciera por venir a Madrid que tenía una noticia que darle. Apenas si me hizo alguna pregunta; quedó en que llegaría el próximo sábado. Hasta ese día estuve muy agitada, continuamente me asaltaban dudas, temor a que no apareciese, a no verlo nunca más. Pero me equivoqué.

 Recuerdo perfectamente aquella mañana en la que disfrutábamos de un sol espléndido sentados en la terraza de una cafetería del Paseo de Rosales. Él, con gesto grave; yo, reflejando la luz que me inundaba. Me pegué a él y le abracé.

      —¡Te quiero, te quiero, te quiero! —exclamé loca de alegría.

Muy suavemente me rodeó con su brazo y me oprimió contra su pecho.

     —¿Qué noticia es esa que tienes que darme? —preguntó.

Recliné la cabeza en su hombre, le oprimí una mano, sonreí, y acerqué mis labios a su oído:

    —Vamos a tener un hijo.

A la media hora de esto yo estaba en casa, sentada ante el televisor con los ojos en blanco y las mejillas empapadas en lágrimas. Si tu padre me había contado mil veces las monerías que hacía su perro, hasta esa mañana no me dijo las monerías que hacían sus dos hijos y su esposa. Te estarás preguntando si me desesperé, si me hundí. Pues no, mi vida. Es verdad que ese día lloré, que pataleé, que arrojé contra el suelo mi figura favorita haciéndola añicos. Pero también es verdad que barrí los trozos de porcelana y que con ellos barrí los trozos rotos de aquel amor. Tumbada en el sofá, cerré los ojos y me quedé a solas conmigo misma. Cuando los abrí de nuevo, oprimí mi vientre, sonreí entre lágrimas y comprobé que la vida seguía. Tenía dentro de mí lo más grande y maravilloso del mundo. Por eso, si en mi corazón se cerró de golpe una puerta esa mañana, también se abrió otra que dio paso a un amor jamás imaginado. Tú fuiste, hijo mío, quien se encargó de enjugar mis lágrimas. Tú, ese ser que latía en mis entrañas y por el que me inquietaba la idea de no ser capaz de asumir a la perfección mi cometido de madre.

Cuando naciste, y por primera vez te tomé entre mis brazos, supe que no podía existir nada en el mundo que superara al sentimiento que yo estaba experimentando. No me lo podía creer. Junto a tu cuna, contemplándote, me pasaba horas enteras embelesada mientras sentía mi corazón expandirse con tanto amor que a veces hasta temía que me diese un infarto. ¡Fueron años tan maravillosos aquellos! ¿Te acuerdas, cariño mío? No parábamos un momento de disfrutar: viajes, excursiones, parques de atracciones… ¡Yo qué sé a la de sitios que fuimos! A tu lado me sentía como una niña. Estaba tan ilusionada, tan alegre, tan satisfecha, tan… No sé, hijo, ¡tan viviendo un sueño! Para mi dejó de existir el pasado con sus fracasos, sus triunfos, sus complejos, sus temores, sus luchas, sus ambiciones, su todo. Sólo me importaba vivir a tope la vida, amando de la forma más pura, grande y desinteresada que existe: amando como madre. Sólo eso. Después... ¿Qué te voy a decir?... Ya lo sabes. Una llamada de teléfono y una voz que me paralizó: el autocar en el que tú viajabas, junto con treinta y dos compañeros más, de 6º de E.G.B. había sufrido un accidente cuando se dirigía a Navacerrada, en una excursión de fin de curso.

Una vez que tu cuerpo fue inhumado, yo no tenía que preguntarme que me retenía ya en éste mundo porque sabía la respuesta: Nada. Yo ya estaba muerta. Lo único que iba a hacer con aquellos comprimidos que contenían 10 mg. de Diacepán, cada uno, era detener los signos vitales. Nada más. Comencé a colocar sobre la lengua los primeros cuatro o cinco comprimidos, y como un autómata carente de sentimientos, me incorporé para alcanzar el vaso de agua que estaba sobre la mesa. Fue justo en el mismo instante en que lo acercaba a mis labios, cuando de pronto te sentí:

     —Estoy contigo, mamá.

Sólo esas tres palabras: “Estoy contigo, mamá”. Y mi vida, mis sentimientos y el concepto que yo tenía sobre la vida y la muerte, cambió radicalmente. Los comprimidos rodaron por el suelo, el agua se derramó sobre mi falda y el vaso se estrelló haciéndose añicos a la vez que cruzaba mis manos sobre el pecho como queriéndote abrazar, y exclamaba llorando:

   —¡Y  yo, mi vida! ¡Yo también estoy contigo!

¿Cómo podría explicarte la transformación tan grande que se produjo en mí esa noche, hijo? ¡Bueno, que tontería digo! ¡Si tú lo sabes mejor que yo! Me embargó una paz que jamás había experimentado antes. Tuve la clara conciencia de saber que tú estabas más cerca de mí que nunca, de que la muerte no es el fin ni es una aniquilación cómo yo había creído, sino el nacimiento a una dimensión extraordinariamente hermosa.


Trabajé como siempre, cumplí con mis obligaciones cotidianas, viajé, me divertí, lloré, reí. En una palabra, cariño: viví. Pero viví y sigo viviendo con la mirada y el pensamiento puesto siempre en aquella experiencia tan maravillosa y en aquella Luz que me mostraste. Ahora puedo entender que viniste al mundo para ayudarme a despertar. Por eso, si durante años reí a carcajada intentando ser feliz, ahora mi sonrisa es constante porque lo soy.

Maite García Romero

viernes, 6 de julio de 2007

UNA TARDE EN EL TEATRO

14 de noviembre de 2011
Llego al Teatro Alameda, miro el reloj: son las 18,57. Menos mal, creí que no llegaba a tiempo. Observo los rostros de Bertín Osborne y Paco Arévalo que me sonríen desde el cartel que está a la entrada y leo el título de la obra: “Mellizos”. Según comentaron durante una entrevista, decidieron unirse para presentar este espectáculo de humor creado por ellos con el sólo objetivo de hacer disfrutar al espectador. Entro en la sala. Acaban de apagar las luces. Efectivamente, al momento, viendo como ese público en su mayoría de jubilados se parte de risa, diría que Bertín y Arévalo lo han conseguido. El show ha comenzado con un monólogo de Arévalo que desde mi punto de vista lo podría catalogar como simplemente patético. ¿Cómo es posible que provoque tantas carcajadas esta bufonada, esta perorata machista, xenófoba y de una falta de respeto total? No lo puedo entender. Observo al comediante que haciendo un alarde de macho ibérico recrea una grotesca pantomima de cómo coge un billete en la calle sin agacharse por temor a que se le “encule un marica”. E insiste. Y repite una y otra vez apostillando de manera chusca y burlesca sobre el mismo tema homosexual en los que incluso hace alusión a personas sobradamente conocidas en el mundo del espectáculo televisivo. Y cuando abandona estos comentarios jocosos empieza la retahíla de escarnios y menosprecios a políticos en los que carga la tinta sobre las mujeres. Poco a poco al espectador corriente se le va borrando la sonrisa cuando llega a ridiculizar de manera burda y despiadada, a las hijas de un dirigente político. Según se alarga el monólogo yo me voy sintiendo mal. Siento que se me revuelve el estómago y les echo la culpa a los calamares fritos del almuerzo. Intento distraer la imaginación, olvidarme de los calamares y de mi tubo digestivo y presto atención al bufón. Con los ojos entornados sigo escuchando los chistes de gangosos y mariquitas que son coreados por las carcajadas de este público perfecto para Arévalo que da por sentado que es heterosexual y conservador. Y a los chistes le siguen los chascarrillos que suelta referentes a la telebasura. Críticas mordaces, chacotas y burlas a colaboradores y periodistas. Oyéndole arremeter a diestro y siniestro está claro que Arévalo está resentido con éste medio. Y oyendo a continuación los mismos chistes de siempre sobre pedos, está claro que Arévalo no ha tenido un mejor guión. Se producen estallidos de pedos simulados que retumban en la sala y estallidos de risas y palmas coreando esta chanza. Y cuando estoy a punto de vomitar, aparece Bertín vestido de esmoquin, entonando la balada romántica: Buenas noches señora acompañado al piano por Franco Castellani.

Me desarma. Simplemente me desarma cuando acabado el canto le escucho decir y reconocer, como si tal cosa, que lo suyo es echarle morro y que no debería pisar la tarima de un teatro. Lo observo detenidamente. Bertín continúa siendo aquel truhán, aquel caradura que cautivó a toda una generación con sus achispadas presentaciones de Contacto con tacto, vencido en aquel sofá. El recuerdo de aquella época empieza a revolotear en mi mente mientras escucho las rancheras y canción protesta americana que está interpretando. Regreso de nuevo al presente. Bertín ha empezado a marcarse un monólogo sobre sus experiencias juveniles con el esquí en las que se mofa de la mujer obesa que toma asiento junto a él en el telesilla. Se mofa del culo orondo y desnudo de la mujer que se desliza por la nieve al sufrir una caída cuando hacía pis. Sigue mofándose de la obesidad, sigue mofándose de la mujer. El monólogo se prolonga más de cuarenta minutos.

En el momento en que Bertín está cantando What a wonderful World mientras Arévalo, vestido también de esmoquin, baila una coreografía de ballet, sinceramente, no sé si lo que siento es una forma perversa de disfrute o una forma perversa de ternura o compasión. Continúo paseando la mirada por el escenario como si intentara atrapar al pequeño hombrecillo que salta y vira sobre la tarima, y me doy cuenta que estoy riendo. Minutos después Arévalo me descubre unas cualidades excepcionales como cantante.

Bertín, manos en los bolsillos del pantalón y sonrisa envanecida, desliza una mirada sobre el público y dice: “esto se ha acabado, gracias por venir a vernos”. Puestos en pie, los espectadores ovacionan durante unos minutos y acto seguido comienzan a abandonar la sala. Finalmente me levanto. Me cuelgo el bolso al hombro y miro el reloj. Las náuseas se me están pasando.


                                                           Maite García Romero

domingo, 12 de noviembre de 2006

PASIÓN ONÍRICA

Gustav Klimt

Después de salir el último cliente, que para un café que se tomó hubo que soportarle una hora de conversación, Lucrecia echó la corredera de la puerta y se puso a recoger los vasos y copas que descansaban sobre el mostrador.

        —¡Mira, Lucre, escúchame de una puñetera vez –exclamó de pronto Félix—, o te casas conmigo o tu vida en éste país no tendrá sentido, te lo puedo asegurar.

        —¡Ay, mi papito querido, pero qué testarudo es usted!...

La sonrisa coqueta y la mirada picarona de Lucrecia, provocó en Félix un hormigueó que le recorrió la columna vertebral, haciendo que medio cuerpo se inclinase sobre el mostrador en un intento de aproximación a ella.

       —Cuidado, mujer, que puedes quemarte si continúas jugando con fuego... Lo sabes, Lucre, te lo he dicho mil veces, si quieres conseguir que tu hijo venga a España, tienes que ser mía, no lo olvides.

Lucrecia rompió a reír.

     —¡No, no, no me caso —canturreó— no me caso, yo no me caso...!

Félix, con una agilidad inusitada para su edad, saltó sobre el mostrador y pasó al otro lado.

     —Como lo vuelvas a decir... —susurró tomándola por la cintura— no sé lo que podría pasar.

     —¿Qué? —preguntó ella con gesto provocativo— ¿Qué pasaría, Felix?

La atrajo hacia él.

     —Estás provocando en mi alma instintos de dulce perversidad, ¿lo sabías?... —musitó, rozándole con sus labios la mejilla— te vas a casar conmigo, Lucre... te vas a casar porque esa es tu única solución, y porque sé que lo estás deseando...

Lucrecia lo miró a los ojos, levemente, con una burlona sonrisa, y dijo, aproximándose hasta casi rozar su boca:

     —Desde luego que no pienso hacerlo, mi amor.

Las manos de él, a ciegas, descendieron por el cuerpo de Lucrecia, buscando, y tentaron bajo las ropas el cuerpo suave y cálido.

     —¡No nos peleemos! ¡No!... ¡No, por favor! Estemos siempre juntos... así, Lucre...¡Me gustas, ¿sabes?...!

Lucrecia sintió un estremecimiento que recorría su cuerpo. Se abrazó a él rodeándole con sus brazos, y con una pierna rodeó sus caderas atrayéndolo hacia ella.

     —Quiero hacer el amor contigo... ahora... ahora Félix...

     —¡Mi chica! ¡Mi pequeña!... Me quieres, ¿verdad? —susurraba Félix.

     —¡No me fastidie con eso ahora, Félix! —contestó ella, despojándolo de la chaqueta.

Lucrecia, echada sobre la alfombra le tendió los brazos. Félix, algo cohibido ante la desnudez de su envejecido cuerpo, cogió la camisa que se encontraba en el suelo, y la mantuvo delante, mientras se acercaba a su amada. Ésta, abiertos los brazos, dijo:

     --¡No, papito! ¡Quiero verte!

Félix dejó caer la camisa y se quedó quieto, mirándola...

     --Despacito, por favor... —susurraba ella— Así... así, Félix

Riiiiiiiiiiiiiiiin

     --¿Eh?... ¡¡Joder!! ¡¡Maldito despertador de mierda!!

                                               Maite García Romero

jueves, 14 de septiembre de 2006

ENCUENTRO EN LA GALERÍA BORGUESE

Finalista del 1er Certamen Internacional Toledano Casco Histórico, de relatos Certamen Internacional Toledano “Casco Histórico”

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Amanece mansamente mientras sentada junto al ventanal de mi cuarto te escribo ante una taza de café bien cargado. Oigo como se va acercando el camión de la basura, como frena, voltea y tritura los deshechos produciendo un ruido infernal que alevosamente, diría yo, sobresalta el sueño de los sufridos vecinos, para luego volver a arrancar y repetir el mismo ágape putrefacto bajo mi ventana. Según se va alejando y se desvanece el zumbido del camión, percibo las pisadas descalzas de la vecina de arriba que inicia la secuencia de los mismo soniquetes de cada mañana: golpeteos de ducha, repique de tacones, o rumor de radio, estornudos o carraspeos, llaves afianzando, discusión agarrotada o risitas somnolientas y ascensor en movimiento.

Acallo mis sentidos y paso a comentarte que hoy soy yo la que necesitaría tu ayuda, tus sabios consejos sobre la manera en la que debo vestirme, maquillarme o el aroma perfecto a elegir para que mi amado caiga rendido a mis pies. Sé que te habré sorprendido, que desearás saber quién es ese hombre que ha hecho despertar de nuevo en mi alma esa llama que se apagó hace ya tantos años. Te diré, simplemente, querida hermana, que es un ser extraordinario. Gustavo, como así se llama, es una persona de las que no es fácil hallar a menudo y de las que no pasan desapercibidas porque emana una especie de vibración capaz de despertar simpatía y admiración en todos cuantos le rodean. Le conocí hace poco más de un año durante mi estancia en Roma. Fue una tarde en la que me encontraba visitando la Galería Borguese, cuando al cabo de dos horas, al pasar de nuevo ante el cuadro de Caravaggio, "Baco, pequeño enfermo", no pude resistir la tentación de sentarme frente a él una vez más. Volví a recrearme en su amarga sonrisa, en la expresión profunda de sus melancólicos ojos y en aquella mirada penetrante que parecía observarme. Me sentí cercana al alma atormentada del artista, partícipe de aquel torbellino de sentimientos que logró infundir en el pálido rostro del joven Baco, y admiré subyugada su obra. Estando en esta contemplación percibí que alguien tomó asiento junto a mí. No hice intención de volver la cabeza, total no me importaba en absoluto quien pudiera ser mi acompañante en ese momento, así que continué suspendida en la obra, hasta que al cabo de unos minutos me sobresaltó una voz masculina:

             —¿Española, verdad?

            —Pues sí –contesté algo sorprendida.

           —Perdón, si la he sobresaltado —se disculpó en un perfecto castellano. Sin despegar la vista del cuadro hice un ademán restándole importancia.

          —Caravaggio, admirable —comentó él seguidamente—, un reaccionario contra las convenciones del manierismo, un artista de talante realista, directo y hasta brutal, diría yo.

Por primera vez lo miré abiertamente. Y opiné:

         —Los contrastes de luces y sombras son quizás violentos, pero por ello mismo, bellísimo.

        —Claro, eso fue lo que configuró su propio estilo: el tenebrismo —me explicó. Examiné por un momento su rostro, y le pregunté:

        —¿Admira especialmente a este autor, verdad?

       —Sí, efectivamente —respondió esbozando una sonrisa—, por eso decidí escribir un libro sobre él. Sobre él como hombre, como un ser humano luchador e inconformista, más que como artista.

      —¡Ah, que interesante! —exclamé. Y sin apenas darme cuenta, el joven Baco pasó a un segundo lugar para mí en ese momento.

Gustavo del Valle es… ¿cómo te diría? Es de un temperamento vigoroso y equilibrado. Es un hombre abierto, libre, de tolerancia sin igual, que posee un increíble encanto personal y que consiguió despertar en mí una gran ternura y admiración. Alto de estatura, cabello gris, cincuenta y nueve años de edad, facciones armoniosas, hablar pausado y un gesto de lo más simpático. Todo él irradia serenidad. La serenidad de una persona que ha logrado una vida llena de sentido y por eso en ningún momento necesita forzar su comportamiento. Es como si estuviese envuelto en un aura de naturalidad que me hace sentir cómoda, que me sugiere la tranquilidad, el sosiego de una obra de arte exquisitamente trabajada, en contra del mundo ruidoso y vacío que me rodea. En 1994 se casó con Marina Blaiker de la que se separo a los cuatro años siguientes por la incompatibilidad que existía entre ambos caracteres. La frivolidad de ella chocaba con la sencillez de un hombre que deseaba en lo más hondo una vida familiar apacible, alejado de ese ambiente de ruidosa algarabía de fiestas en la que siempre estaba inmersa su mujer. Intentó hacer coincidir su mundo con el de ella, pero fue incapaz de lograrlo. Cuando se quedó solo comenzó a escribir. Alternaba su trabajo como profesor en la facultad de Filosofía y Letras, con la escritura. Y si con la primera novela ya obtuvo éxito, sería con el tercer libro con el que ganaría renombre y prestigio como escritor.

Gustavo es el silencio preñado de poesías, Laura. Es el silencio en el cual tiene cabida todas las cosas bellas y las cosas simples. Lo lucido, lo deslucido, lo estético, lo antiestético. Él ama la vida en todas sus facetas, igual que ama a mi persona. A través de sus gafas de fina montura, sus ojos azules me miran siempre con ternura. Ha conseguido que me sienta joven, vital, hermosa; ha conseguido convertir en cisne al más feo de los patitos porque mi nariz grande la encuentra bella; mis celulitis, sensuales; mis pequeños ojos, dice que tienen un encanto pícaro que le fascinan; y como ser humano, dice que soy única, que soy la mujer que ama, la mujer de su vida. A mis sesenta y dos años, en plena madurez espiritual y física, he encontrado el amor de verdad, querida hermana. El más completo y satisfactorio que nunca hubiese podido imaginar. Junto a él siento renacer un cúmulo de reacciones vitales que nunca antes había experimentado porque me siento elevada hasta las más altas cimas de la dicha. Su sensibilidad, su carácter y su amor hacia mí, consiguen emocionarme hasta extremos inconcebibles. Sé que nunca podría prescindir de él, de su presencia, de su amor, de su apasionada entrega. ¿Hasta que punto ha transformado mi pensamiento? Ya no sé si cuando hablo de él, lo hago objetivamente o estoy inventando un personaje a mi medida. Ni sé donde termina él y empiezo yo. Sólo sé que mi alma renace de nuevo. Que Gustavo me ha transportado a un amanecer lleno de colorido en el que sólo vivo para amar y ser amada; en el que caminamos muy juntos por las cuestas y reímos como niños bajando las laderas. El próximo cinco de octubre pensamos casarnos. De momento, de nuestra compenetración, nace una convivencia sin prisas, apacible, íntima. Un hombre y una mujer que sólo se plantean vivir al máximo cada día que pasa, sacándole lo más hermoso a la vida. Que aprovechan y gozan del fin último de sus anhelos, y que en el paisaje de su intimidad se sienten cómplices en el amor, en la sexualidad y en los sueños. Me siento feliz, hermana mía, afortunada.
¡Me siento viva!


                                                                         Maite García Romero