El que quiera escribir algo, que lo escriba. El que quiera publicar algo, que lo reescriba.

Preocúpate de empezar la obra, que la obra ya se ocupará de crecer.

domingo, 12 de noviembre de 2006

PASIÓN ONÍRICA

Gustav Klimt

Después de salir el último cliente, que para un café que se tomó hubo que soportarle una hora de conversación, Lucrecia echó la corredera de la puerta y se puso a recoger los vasos y copas que descansaban sobre el mostrador.

        —¡Mira, Lucre, escúchame de una puñetera vez –exclamó de pronto Félix—, o te casas conmigo o tu vida en éste país no tendrá sentido, te lo puedo asegurar.

        —¡Ay, mi papito querido, pero qué testarudo es usted!...

La sonrisa coqueta y la mirada picarona de Lucrecia, provocó en Félix un hormigueó que le recorrió la columna vertebral, haciendo que medio cuerpo se inclinase sobre el mostrador en un intento de aproximación a ella.

       —Cuidado, mujer, que puedes quemarte si continúas jugando con fuego... Lo sabes, Lucre, te lo he dicho mil veces, si quieres conseguir que tu hijo venga a España, tienes que ser mía, no lo olvides.

Lucrecia rompió a reír.

     —¡No, no, no me caso —canturreó— no me caso, yo no me caso...!

Félix, con una agilidad inusitada para su edad, saltó sobre el mostrador y pasó al otro lado.

     —Como lo vuelvas a decir... —susurró tomándola por la cintura— no sé lo que podría pasar.

     —¿Qué? —preguntó ella con gesto provocativo— ¿Qué pasaría, Felix?

La atrajo hacia él.

     —Estás provocando en mi alma instintos de dulce perversidad, ¿lo sabías?... —musitó, rozándole con sus labios la mejilla— te vas a casar conmigo, Lucre... te vas a casar porque esa es tu única solución, y porque sé que lo estás deseando...

Lucrecia lo miró a los ojos, levemente, con una burlona sonrisa, y dijo, aproximándose hasta casi rozar su boca:

     —Desde luego que no pienso hacerlo, mi amor.

Las manos de él, a ciegas, descendieron por el cuerpo de Lucrecia, buscando, y tentaron bajo las ropas el cuerpo suave y cálido.

     —¡No nos peleemos! ¡No!... ¡No, por favor! Estemos siempre juntos... así, Lucre...¡Me gustas, ¿sabes?...!

Lucrecia sintió un estremecimiento que recorría su cuerpo. Se abrazó a él rodeándole con sus brazos, y con una pierna rodeó sus caderas atrayéndolo hacia ella.

     —Quiero hacer el amor contigo... ahora... ahora Félix...

     —¡Mi chica! ¡Mi pequeña!... Me quieres, ¿verdad? —susurraba Félix.

     —¡No me fastidie con eso ahora, Félix! —contestó ella, despojándolo de la chaqueta.

Lucrecia, echada sobre la alfombra le tendió los brazos. Félix, algo cohibido ante la desnudez de su envejecido cuerpo, cogió la camisa que se encontraba en el suelo, y la mantuvo delante, mientras se acercaba a su amada. Ésta, abiertos los brazos, dijo:

     --¡No, papito! ¡Quiero verte!

Félix dejó caer la camisa y se quedó quieto, mirándola...

     --Despacito, por favor... —susurraba ella— Así... así, Félix

Riiiiiiiiiiiiiiiin

     --¿Eh?... ¡¡Joder!! ¡¡Maldito despertador de mierda!!

                                               Maite García Romero

jueves, 14 de septiembre de 2006

ENCUENTRO EN LA GALERÍA BORGUESE

Finalista del 1er Certamen Internacional Toledano Casco Histórico, de relatos Certamen Internacional Toledano “Casco Histórico”

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Amanece mansamente mientras sentada junto al ventanal de mi cuarto te escribo ante una taza de café bien cargado. Oigo como se va acercando el camión de la basura, como frena, voltea y tritura los deshechos produciendo un ruido infernal que alevosamente, diría yo, sobresalta el sueño de los sufridos vecinos, para luego volver a arrancar y repetir el mismo ágape putrefacto bajo mi ventana. Según se va alejando y se desvanece el zumbido del camión, percibo las pisadas descalzas de la vecina de arriba que inicia la secuencia de los mismo soniquetes de cada mañana: golpeteos de ducha, repique de tacones, o rumor de radio, estornudos o carraspeos, llaves afianzando, discusión agarrotada o risitas somnolientas y ascensor en movimiento.

Acallo mis sentidos y paso a comentarte que hoy soy yo la que necesitaría tu ayuda, tus sabios consejos sobre la manera en la que debo vestirme, maquillarme o el aroma perfecto a elegir para que mi amado caiga rendido a mis pies. Sé que te habré sorprendido, que desearás saber quién es ese hombre que ha hecho despertar de nuevo en mi alma esa llama que se apagó hace ya tantos años. Te diré, simplemente, querida hermana, que es un ser extraordinario. Gustavo, como así se llama, es una persona de las que no es fácil hallar a menudo y de las que no pasan desapercibidas porque emana una especie de vibración capaz de despertar simpatía y admiración en todos cuantos le rodean. Le conocí hace poco más de un año durante mi estancia en Roma. Fue una tarde en la que me encontraba visitando la Galería Borguese, cuando al cabo de dos horas, al pasar de nuevo ante el cuadro de Caravaggio, "Baco, pequeño enfermo", no pude resistir la tentación de sentarme frente a él una vez más. Volví a recrearme en su amarga sonrisa, en la expresión profunda de sus melancólicos ojos y en aquella mirada penetrante que parecía observarme. Me sentí cercana al alma atormentada del artista, partícipe de aquel torbellino de sentimientos que logró infundir en el pálido rostro del joven Baco, y admiré subyugada su obra. Estando en esta contemplación percibí que alguien tomó asiento junto a mí. No hice intención de volver la cabeza, total no me importaba en absoluto quien pudiera ser mi acompañante en ese momento, así que continué suspendida en la obra, hasta que al cabo de unos minutos me sobresaltó una voz masculina:

             —¿Española, verdad?

            —Pues sí –contesté algo sorprendida.

           —Perdón, si la he sobresaltado —se disculpó en un perfecto castellano. Sin despegar la vista del cuadro hice un ademán restándole importancia.

          —Caravaggio, admirable —comentó él seguidamente—, un reaccionario contra las convenciones del manierismo, un artista de talante realista, directo y hasta brutal, diría yo.

Por primera vez lo miré abiertamente. Y opiné:

         —Los contrastes de luces y sombras son quizás violentos, pero por ello mismo, bellísimo.

        —Claro, eso fue lo que configuró su propio estilo: el tenebrismo —me explicó. Examiné por un momento su rostro, y le pregunté:

        —¿Admira especialmente a este autor, verdad?

       —Sí, efectivamente —respondió esbozando una sonrisa—, por eso decidí escribir un libro sobre él. Sobre él como hombre, como un ser humano luchador e inconformista, más que como artista.

      —¡Ah, que interesante! —exclamé. Y sin apenas darme cuenta, el joven Baco pasó a un segundo lugar para mí en ese momento.

Gustavo del Valle es… ¿cómo te diría? Es de un temperamento vigoroso y equilibrado. Es un hombre abierto, libre, de tolerancia sin igual, que posee un increíble encanto personal y que consiguió despertar en mí una gran ternura y admiración. Alto de estatura, cabello gris, cincuenta y nueve años de edad, facciones armoniosas, hablar pausado y un gesto de lo más simpático. Todo él irradia serenidad. La serenidad de una persona que ha logrado una vida llena de sentido y por eso en ningún momento necesita forzar su comportamiento. Es como si estuviese envuelto en un aura de naturalidad que me hace sentir cómoda, que me sugiere la tranquilidad, el sosiego de una obra de arte exquisitamente trabajada, en contra del mundo ruidoso y vacío que me rodea. En 1994 se casó con Marina Blaiker de la que se separo a los cuatro años siguientes por la incompatibilidad que existía entre ambos caracteres. La frivolidad de ella chocaba con la sencillez de un hombre que deseaba en lo más hondo una vida familiar apacible, alejado de ese ambiente de ruidosa algarabía de fiestas en la que siempre estaba inmersa su mujer. Intentó hacer coincidir su mundo con el de ella, pero fue incapaz de lograrlo. Cuando se quedó solo comenzó a escribir. Alternaba su trabajo como profesor en la facultad de Filosofía y Letras, con la escritura. Y si con la primera novela ya obtuvo éxito, sería con el tercer libro con el que ganaría renombre y prestigio como escritor.

Gustavo es el silencio preñado de poesías, Laura. Es el silencio en el cual tiene cabida todas las cosas bellas y las cosas simples. Lo lucido, lo deslucido, lo estético, lo antiestético. Él ama la vida en todas sus facetas, igual que ama a mi persona. A través de sus gafas de fina montura, sus ojos azules me miran siempre con ternura. Ha conseguido que me sienta joven, vital, hermosa; ha conseguido convertir en cisne al más feo de los patitos porque mi nariz grande la encuentra bella; mis celulitis, sensuales; mis pequeños ojos, dice que tienen un encanto pícaro que le fascinan; y como ser humano, dice que soy única, que soy la mujer que ama, la mujer de su vida. A mis sesenta y dos años, en plena madurez espiritual y física, he encontrado el amor de verdad, querida hermana. El más completo y satisfactorio que nunca hubiese podido imaginar. Junto a él siento renacer un cúmulo de reacciones vitales que nunca antes había experimentado porque me siento elevada hasta las más altas cimas de la dicha. Su sensibilidad, su carácter y su amor hacia mí, consiguen emocionarme hasta extremos inconcebibles. Sé que nunca podría prescindir de él, de su presencia, de su amor, de su apasionada entrega. ¿Hasta que punto ha transformado mi pensamiento? Ya no sé si cuando hablo de él, lo hago objetivamente o estoy inventando un personaje a mi medida. Ni sé donde termina él y empiezo yo. Sólo sé que mi alma renace de nuevo. Que Gustavo me ha transportado a un amanecer lleno de colorido en el que sólo vivo para amar y ser amada; en el que caminamos muy juntos por las cuestas y reímos como niños bajando las laderas. El próximo cinco de octubre pensamos casarnos. De momento, de nuestra compenetración, nace una convivencia sin prisas, apacible, íntima. Un hombre y una mujer que sólo se plantean vivir al máximo cada día que pasa, sacándole lo más hermoso a la vida. Que aprovechan y gozan del fin último de sus anhelos, y que en el paisaje de su intimidad se sienten cómplices en el amor, en la sexualidad y en los sueños. Me siento feliz, hermana mía, afortunada.
¡Me siento viva!


                                                                         Maite García Romero

LAS MUJERES DE LOS ÚLTIMOS CUARENTA AÑOS

Chales W. Hawthorne
Después de leer anoche tu carta, no he dejado ni un momento de pensar en ti. Me preocupa el estado en el que te encuentras, por eso, deseosa por escribirte antes de salir para el trabajo, me he levantado nada más despuntar el día. Hoy ha amanecido una mañana agradable, salvo la niebla estancada como un fino y metálico puré que cae sobre Madrid. He aspirado profundamente el aire mañanero, como suelo hacer todos los días, y sólo el paso de algún que otro coche y el piar de los cientos de pajarillos que revolotean entre los árboles, compone el runrún de la calle a estas horas.

Creí que hoy amanecería un día lluvioso porque anoche cuando regresaba a casa cayó una lluvia torrencial acompañada de una tronada, de esas que tronchan las flores y salta sobre las tejas, como balas que rebotan, llenando de tierra las piscinas, terrazas y todo lo que queda a su alcance. Quizás, debido a esa borrasca que se avecindaba y a la ola de calor tan anormal para esta época del año que estábamos padeciendo, es por lo que ayer me levanté con una pesadez de cabeza que me tuvo todo el día apática y sin ganas de nada. La tarde en el despacho se me hizo interminable, parecía que cada uno de los problemas que escuchaba de boca de mis defendidos, se empujaban unos a otros para acoplarse en mi cerebro despertándome un intenso dolor de cabeza. Cuando por fin salí a la calle, el sofocante calor del día había cedido y una brisa embalsamada me hizo sentir algo de alivió mientras caminaba despacio desentumeciendo las piernas.

Anduve durante un buen rato ojeando los escaparates de algunas boutiques que iba encontrando a mi paso, hasta que desemboqué en la Plaza Mayor y opté por sentarme en una de sus terrazas a tomar un café. El crepúsculo convertía ya a la plaza en un rompecabezas de color de espliego y el aire era una ráfaga de polen que me provocaban los continuos estornudos típicos de la alergia primaveral, que como tú sabes, padezco desde hace años. El murmullo de las conversaciones en distintas lenguas que procedían de las mesas próximas a la mía, ocupadas por extranjeros, me dio la sensación de estar en otro país y eso me hizo pensar en el tiempo que hace que no disfruto de unas vacaciones. Aunque parezca extraño, después de tanto viajar, después de tantas buenas dosis de Europa y América que he absorbido, ahora disfruto hasta el máximo de los gloriosos frutos de la pereza. He descubierto, que en el fondo, después de tantos años de movimiento y trabajo, soy una mujer perezosa y feliz que lleno mi tiempo libre contemplando algunas obras maestras, leyendo, metiéndome en un cine o un teatro, vagando por la ciudad, o sentándome en un café con algunos amigos a charlar durante horas. Y es que aquellos vientos de inquietudes aventureras que me invadieron en antaño, se han apaciguado de tal manera que sólo, esporádicamente, una breve brisa me arrastra hacia algún lugar perdido del mundo en el que sigo disfrutando de mi feliz y relajante ociosidad.

Mientras miraba sin prestar demasiada atención a los transeúntes que desfilaban ante mí, o en el cielo desvaído donde la luna pálida se cernía sobre los edificios, rememoré la tarde que estuvimos las dos en ese mismo lugar la última vez que estuviste en Madrid.

¡Qué bien lo pasamos ese día! Recuerdo el almuerzo que compartimos en el mesón más típico de la ciudad, como uno de los mejores de mi vida. Nos alegró tanto el ánimo aquella comida y aquel vino tan extraordinario, que hablamos y reímos hasta por los codos. Después, sentada en esa misma terraza de la Plaza Mayor, mientras degustábamos un café, fuimos recordando y analizando nuestra adolescencia y juventud en la España franquista de los años sesenta.

¿Cómo no acordarme del día en que llegó Raúl con la noticia de vuestro traslado? Me parece estar viendo ahora la expresión de tu cara, y el tono airado de mamá cuando le espetó a Raúl que bien podía haber esperado a que terminásemos de comer para darte la noticia. Durante la comida recuerdo que hubo un silencio aplastante y tenso. Raúl no dejaba de observarte, y tú, no levantabas la vista del plato. Le increpaste, llorando, que era lo que pretendía llevándote a un país en el que no entendía la lengua y en el que ibas a estar tan lejos de la familia. Él se levantó, se acercó a ti y te tomó entre sus brazos, secándote las mejillas. Mientras te besaba una y otra vez, tú seguía reprochándole su alocada decisión.

Con el paso del tiempo te he escuchado varias veces decir que aquel puesto que le ofrecieron a Raúl, era tan gratificante económica y profesionalmente, que mereció la pena el sacrificio. ¿Pero y el mío, Lucía? ¿Mereció la pena el sacrificio que supuso para mí el que tú te fueses tan lejos? Mi dolor pasó desapercibido para todos porque nadie fijó su atención en mí, sin embargo, aquella noticia de saber que te alejabas me dejó helada.

Para mí la vida era tú con tu risa, tu alegría, tu complicidad. Yo estaba orgullosa de esa manera de ser tuya. Nunca te sentí mayor ni distante, sino tiernamente sensible y cómplice. Tú eras mi apoyo, tú eras el timón que me dirigía y al que yo me aferraba cuando algún vaivén desajustaba mi marcha. Me ilusionaba, quería ilusionarme con que fuésemos siempre así, pero lamentablemente la vida se presenta de una forma muy distinta a nuestros sueños, por eso me sentí como si me hubiesen dejado sobre una cuerda a punto de caerme.

Sentí miedo, Lucía. Sentí miedo de quedarme sola y desprotegida sin tu presencia. Te lo digo hoy después de treinta años. Aún recuerdo el sentimiento tan triste que me embargó ese día cuando os marchasteis. Mientras lavaba los platos no podía contener las lágrimas. Los fui apilando sin hacer ruido para que mamá, que se había quedado dormida en su sillón, no se espabilara y entrara en la cocina a ayudarme como solía hacer siempre. Ese día quería estar a sola con mi tristeza, pero mamá entró. Y entró con un gesto severo reprochándome a viva voz mi silencio:

     —¿Cómo es posible que no hayas dicho ni media palabras acerca del traslado de tu hermana? —me dijo—. ¿Tan poco te importa que se vaya? Porque esa es la impresión que has dado, hija, que te importa bien poco.

¡Qué poco me entendió siempre mamá! Tú sabes que cuando una realidad me desagradaba solía silenciarla. Quizás era algo que arrastré desde mi infancia, y quizás era porque desde muy niña ella se esforzó siempre en hacerme callar y jamás me animó a que me expresara. Por eso, seguramente, me quedó esa desconfianza hacia las palabras.

Hasta el último día mantuve la esperanza de que Raúl cambiase de opinión y rechazara aquel puesto de directivo. Pero no. No cambió y por ello le odié. Lo vi como a un intruso que había invadido nuestras vidas y que te iba alejando cada vez más de mí.

Cuando volvimos del aeropuerto la noche que os marchasteis, tenía una desazón que me roía el corazón y no me dejaba conciliar el sueño. Lloré bajo las sábanas igual que lo hice la primera noche después de haberte casado, porque al alejarte de mí se alejaba también el espejo en el cual yo me reflejaba. Nunca me había sentido segura de nada, mi autoestima y mi falta de identidad eran casi nulas. Desde que tuve uso de razón lo único que había hecho era admirarte ¡Deseaba tanto parecerme a ti! Deseaba tener ese carácter extrovertido, alegre y simpático que tu tenías, y no el tímido e inseguro que tenía yo. Deseaba tener esa belleza tuya, esa gracia que admiraban los hombres, y que admiraba mamá. Por eso repudié mi escuálido cuerpo carente de soltura y elegancia.

En aquellos años míos saturados de dudas, de complejos y soledad, eché tanto en falta unos besos, unos achuchones, unos ratos de risas, de juegos, de hablar, de sentirme amada, de sentirme importante al menos para mi madre. Pero no, para ella lo único importante era la educación, la compostura y las apariencias, cosa que nos imponía con extrema rigidez, como tú sabes.

Tú llegaste a ocupar en mi vida ese espacio cercano e íntimo que nunca ocupó ella. Me aferré a ti para no hundirme en la complejidad del mundo que me rodeaba, y por eso tu marcha fue un mazazo en mi corazón. Me embargó una soledad que con el paso de los años se volvería enorme.

Al quedarnos solas, si el carácter de mamá siempre me produjo temor, entonces, ese temor se hizo enfermizo. Fui incapaz de enfrentarme a ella, acaté sus órdenes, sus caprichos y sus críticas sin decir esta boca es mía. Y a cambio, lo único que conseguí con ese comportamiento tan débil, fue enfurecerla porque decía que yo había heredado el carácter de papá.

Siempre fui consciente de que mi físico y mi manera de ser no eran un orgullo para ella. Además, sabía que contigo en ese terreno por supuesto que no podía competir. Sólo en uno podía lograrlo: en los estudios. Tenía facilidad para ellos, me gustaba y además de refugiarme en un mundo totalmente mío, era una forma también de ganar puntos ante sus ojos. Por lo cual, intenté sobresalir y me convertí en una empollona compulsiva hasta ser la número uno de mi clase. Pero no, no creas que lo logré porque tampoco en ese terreno me valoró. Se valoró ella a sí misma. Pasaba el día diciendo que diera gracias a Dios por haberme dado una madre tan condescendiente y sacrificada. Una madre que consentía en que yo llevase una vida burguesa, en vez de haberme puesto a trabajar que es lo que tenía que haber hecho. Y así, un día y otro y otro. Cada sobresaliente que sacaba, pasaba a ser un sobresaliente suyo. Mis éxitos, fueron siempre sus éxitos. Pero mis fracasos, fueron siempre mis fracasos.

Aún recuerdo la expresión de felicidad (y de temor, porqué no decirlo) que irradió su rostro el día que le anunciaste tu relación con Raúl... No era para menos, claro. Un niño del barrio de Salamanca perteneciente a una de las familias más rancias de Madrid, e hijo de un afamado arquitecto. Tú, una niña del barrio de Usera, e hija de una sencilla viuda de funcionario. En resumen: oposición por parte de una familia y miedo al fracaso por parte de la otra, y entre ambas, vosotros dos izando la bandera de vuestro amor por encima de las trivialidades sociales. Fuisteis reaccionarios de las exigencias burguesas, de las normas totalitarias y de los amores impuestos. Estabais empapados de una inquietud salvaje por vivir vuestra pasión, desafiando al absurdo mundo que os rodeaba.

En las largas noches que yo pasaba desvelada, vosotros erais los protagonistas de mis fantasías, yo, espectadora de primera fila de esa maravillosa película de amor que veía desarrollarse ante mí.

Tú eras preciosa, Laura. La luminosidad de tu mirada, tu sonrisa, el color de tus mejillas, toda tú eras la admiración de cuantos te veían. Todos te perseguían y te galanteaban. Era como si se formara a tu alrededor una especie de halo cálido que atraía a los hombres como la miel atrae a las moscas. Parecías una princesa, mamá siempre lo decía ¿recuerdas? "Hija, Dios se ha equivocado contigo, tú tenías que haber nacido en palacio".

Recuerdo una escena que parece que la estoy viendo ahora. Tú tendrías unos dieciocho años, estabas subida sobre una banqueta frente al espejo del armario, mientras mamá, arrodillada, te cogía el bajo de un vestido. Entre alfiler y alfiler, elogiaba orgullosa tu esbelta figura y comentaba lo fácil que era coser para un cuerpo que poseía tanta elegancia innata. Yo, sentada sobre la alfombra, a vuestro lado, observaba en ese mismo espejo mi rostro de quinceañera salpicado de granitos, mi nariz demasiado grande, mis finos cabellos sujetos en dos coletillas y mi desgarbado cuerpo de adolescente embutido en aquel uniforme colegial azul marino de cuello blanco almidonado.

No sabes como llegué a aborrecer aquella imagen que me devolvía el espejo cada vez que me miraba en él, ni puedes imaginar tampoco, el complejo de inferioridad, la angustia y la insalvable tristeza que padecí durante tanto tiempo.

El vuestro fue un amor grande, Lucía, muy grande. Tú vivías para él y él sólo existía para ti y los dos formabais parte del marco ideal para mis sueños. Aunque la naturaleza de vuestra relación aún era confusa para mí, especulaba lo que pudierais hacer o deciros cuando estabais a solas. Y en mis fantasías, actuabais como los protagonistas de la última película que había visto.

Hoy día soy consciente de las de tardes que os debí fastidiar con mi presencia, pero bueno, tú sabes que la culpa no fue mía sino de mamá, que por salvar tu reputación se empeñaba siempre en que yo tenía que acompañaros con la idea de frenar vuestro vehemente entusiasmo. A veces vuestra conducta hacía que me diera cuenta de lo inoportuna que era mi compañía para vosotros, y entonces solía ir a comprarme un helado con la intención de que pudierais exteriorizar vuestra pasión durante unos minutos a solas. Caminaba despacio por el Parque del Retiro hasta el kiosco, intentando hacer tiempo y a la vuelta, mientras lamía el cucurucho, contemplaba extasiada la escena que me ofrecíais sentados en aquel viejo banco de madera. Tu cabeza de pelos oscuros recogido en una trenza, descansaba sobre el hombro de tu amado, y él, con tal vehemente pasión rodeaba con su brazo tu cuerpo, que siempre arrugaba tu vestido de confección casera. No te imaginas como la intensidad de la pasión que se adueñaba de vosotros en aquellos atardeceres, provocaba en mí como un inexplicable estremecimiento... era algo ¿cómo te diría?... algo que cada día oprimía mi pequeña vida cargada de pesares.

Te preguntas ahora, que ha sido de esa mujer decidida, segura y animosa que eras, porque, actualmente, no eres ni tan siquiera su sombra. Teniendo en cuenta tu estado de ánimo, entiendo que la perspectiva que tienes en estos momentos de ti misma y de tu vida sea de fracaso. Y es que, generalmente, las circunstancias y pruebas existenciales que nos surgen, no se planean nunca, vienen de la noche a la mañana casi sin darnos cuenta, cogiéndonos desprevenidas, produciéndonos un choque emocional tan fuerte, que desmorona el concepto que teníamos de nosotras mismas.

Intenta comprender, Lucía, que esta es una etapa complicada en la vida de toda mujer. Es enfrentarnos a la marcha de los hijos; enfrentarnos a una jubilación anticipada o despido laboral casi siempre injusto; es mirarnos en el espejo y comprobar que nos vamos deteriorando, y es enfrentarnos a una soledad no deseada. Te comprendo perfectamente. Pero piensa, que por más que lo intentes tú no puedes cambiar esa realidad que te ha surgido. Aunque estés todo el día compadeciéndote, aunque te aísle en tu reducido mundo y te cobije en tus propios sentimientos de fracaso, miedos e inseguridad, no te va a servir de nada. Los médicos y los fármacos te pueden aliviar de alguna forma, pero eres tú, y solamente tú, la que puede llegar a una curación completa en el momento en que empieces a reconocer y a aceptar esa realidad que tienes ante ti.

Tú siempre fuiste el eje central de tu hogar, Lucía. ¿Por qué te culpabilizas ahora? Has luchado como la mayoría de las madres de nuestra generación, para que no les faltase a tus hijos nada de todo lo que carecimos nosotras; para que tuviesen la oportunidad de poder conseguir un nivel económico en el futuro desahogado. Tú fuiste ese rostro dulce y cercano que les comprendiste cuando estaban tristes, que los escuchaste cuando estaban angustiados y que permaneciste cerca de ellos para descubrirles un rayo de sol, cuando notabas que sus existencias se cubrían de nubes. Jugaste con ellos, reíste con ellos, pero fue en ti en quien recayó el peso de la educación. Fuiste tú, la que tuviste que mostraste en ocasiones más dura e inflexible que su padre; y fuiste tú, también, la que lloraste amparada en la oscuridad de la noche bajo el peso de una mala conciencia.

Sé, cuantos problemas has tenido que afrontar y cuantas batallas has tenido que librar. Aguantaste, no sólo a mamá, sino también a tus suegros cuando te reprochaban que estuvieras abandonando a tus hijos por ser una consumista insaciable, y te recordaban, hasta la saciedad, tus deberes de madre. Después estaba Raúl, con sus quejas, haciéndose siempre la víctima de que por un estúpido capricho tuyo ni los niños ni él estaban bien atendidos. Y tú, mientras tanto, ahogándote cada vez más en tantos sentimientos contradictorios que se alzaban en tu interior.

¿Te das cuenta, Lucía, de lo que hemos tenido que aguantar las mujeres de los últimos cuarenta años? ¿Te das cuenta de que nos han apabullado con remordimientos nuestros padres, nuestros hijos, sus profesores, sus psicólogos y por último, si alguno de los chicos salían contestatario, también los maridos?

Y hablando de remordimientos, recuerdo ahora la época en la que por varios motivos sospechaste de la fidelidad de tu marido. Durante una temporada estuviste alerta a todos sus movimientos e indagaste cada viaje que realizaba. Y lógicamente, tú recordarás mejor que nadie, cuando te anunció que iba a estar un par de días ausente por motivos de trabajo y lo sorprendiste en un parador, cerca de París, con su secretaria.

El descubrir aquel engaño te perturbó hondamente. Estuviste a punto de abandonarlo todo y venirte a España con los niños. Aquella decisión fue difícil para ti. Por un lado, se revelaba una mujer que deseaba seguir siendo ella misma con sus convicciones libres, por el otro, estaba la madre que temía perjudicar a sus hijos con esa separación.

Raúl te reprochó un comportamiento histérico y exagerado porque, según te dijo, esa mujer no significaba absolutamente nada en su vida. Mamá, cuando se enteró, volvió a condicionar tus acciones diciéndote que las mujeres siempre teníamos que procurar hacer la vista gorda a las aventurillas de los maridos, y que además, debías hacer un examen de conciencia para ver en que estabas fallando como mujer.

¡Ay qué ver las cosas que había que oír!... ¡El colmo! No sólo tuviste que cargar con los cuernos, sino que además, cargaste también con el remordimiento que te inculcó mamá de no haber sido capaz de estar a la altura de una buena esposa y amante. ¡Qué dura batalla fue la tuya! Detestabas tu situación de mujer engañada, pero sin embargo, lentamente y en contra de tu voluntad, te fuiste acomodando al modelo de mujer que se nos había impuesto desde siempre.

Lo que está claro, mi querida Lucía, es que entre una cosa y otra, durante todos estos años pasados, los problemas conyugales, afectivos y educativos de la sociedad contemporánea, han recaído sobre nosotras. Así que, por favor, ¡basta ya! Digámosle adiós al verano y dispongámonos, con ánimo y alegría, a recibir un otoño que puede ser muy bello si sabemos vivirlo, si sabemos encontrarnos a nosotras mismas para hacer nuestro camino sin que nadie tenga que marcárnoslo. Porque si físicamente hemos cambiado y ya no poseemos ese brillo en la mirada, ni esa piel tersa de los veinte años, y nuestra figura no es tampoco espigada como entonces, sí que podemos darle solución a nuestro mundo interior insatisfecho, pesimista y esclavo; y conseguir que brille dentro de nosotras esa luz que da la comprensión, y esa alegría que da una mente en paz.

Así que, Lucía, cuando la tristeza y la angustia te invada, haz un alto en tus quehaceres, intenta sentarte relajada ante el ordenador, con una taza caliente de lo que más te apetezca, y entre sorbo y sorbo cuéntame todo lo que te venga a la mente, todo lo que te preocupe en ese momento, todo lo que te esté causando sentimientos de tristeza o temor. Hazlo como si hablases conmigo en persona, como si estuviésemos de nuevo en aquella terraza de la Plaza Mayor compartiendo un café, ya verás como volveremos a pasar buenos ratos charlando, aunque sea a través de los e-mailes. En lo que no creas estar de acuerdo conmigo, discutiremos, reflexionaremos también. Tú sacarás tus propias conclusiones y yo las mías ¡Pero lo más importante, mi querida hermana! Las dos juntas intentaremos encontrar ese campo inagotable de paz, alegría y amor, que esconde la vida.

                                                                    Maite García Romero

Escrito en 1994.

jueves, 3 de agosto de 2006

EL ÚLTIMO ALIENTO

Magritte (les amants)
Sentía mis manos frías a pesar de que la calefacción estaba a tope, y separé una del volante para calentarla con mi propio aliento. Conecté la radio. Escuché que estaban dando las primeras noticias de la mañana y busqué otra emisora. Sonó Stravinski en una de música clásica y la dejé. Me sentía mal, tenía náuseas, estaba destemplado y por más que lo intentaba no conseguía distraer mi imaginación, era cómo si me estuviese hundiendo en un cenagal de emociones confusas porque no podía concebir el hecho de haber perdido a Iván.

Sonaba Bach cuando el coche rodaba ya por la carretera de la costa bordeando el mar, y a través de la música podía escuchar los graznidos de las gaviotas. Me pasé una mano por la frente húmeda, me encontraba algo mareado y llegó un momento en el que me sentí incapacitado para continuar el viaje, por lo que abandoné la carretera y aparqué junto a un peñasco. Apagué la radio y me quedé escuchando el ruido fuerte del mar embravecido durante un rato. Aquella soledad que experimentaba esa mañana era tan profunda cómo el mismísimo océano que se extendía ante mí.

Al rato, salí del coche. El viento alborotaba mis cabellos y las lágrimas me nublaban la vista mientras bajaba varias rocas escalonadas. Al poner los pies en la arena me derrumbé sobre ella sollozando.

¡Qué absurdo es todo! ¡Qué absurdo!... Terminas la carrera con unas notas brillantes, consigues situarte en tu profesión, encuentras a la persona más maravillosa del mundo por la cual un día decides romper con todos los tabúes y obstáculos que desde niño habías sufrido en silencio, y gritas a los cuatro vientos tu homosexualidad, tu sensibilidad, tu ternura, tu humanidad, todo lo que tú eres y todo lo que tú no eres. Tu parte buena, tu parte mala. Tú, todo tú como persona. Pero libre, sin sentirte inmoral como te habían inculcado, sin sentirte raro, ni enfermo, ni pecador; sino cómo toda obra de Dios perfecta; cómo humano, aprendiendo.

¿Y todo para qué! ¡Para qué! Grité golpeando fuertemente la roca. Cuando crees que la vida te sonríe te dan el batacazo y lo pierdes todo, ¡Todo! Iván me enseñó a pensar, lo que no me enseñó fue a vivir sin él ni a tener el valor para morir por él.

Me incorporé y retrocedí para tomar asiento en una piedra con la cabeza hundida entre las manos. Al cabo de unos minutos levanté la mirada hacia el horizonte, y permanecí con la vista clavada en la espuma blanca de las olas que corrían sobre la arena arrastrando algunos peces muertos sin aletas. Las gaviotas chillaban y se remontaban sobre el oleaje, otras bajaban en picado desde el cielo. Yo intentaba pensar y no podía, intentaba saber y no sabía nada.

Al cabo de un rato me incorporé y sequé las lágrimas. Me pasé una mano entre los cabellos y hurgué después en los bolsillos en busca de un cigarrillo. Cómo no encontré la cajetilla en ellos, me levanté y caminé tambaleante hacia el coche. Encendí un pitillo y volví a sentarme otra vez en el mismo lugar. Eché la cabeza hacia tras, aspiré profundamente con los ojos entornados, mientras el rostro de Iván se dibujaba en mi cerebro y nuestro primer encuentro venía a mí.

Cuando conocí a Iván Reing hace ahora catorce años, mi vida cambió por completo. Fue una mañana del mes de junio. Yo entonces era residente de tercero de medicina interna, y ese día hacía unos veinte minutos que había comenzado la consulta cuando la enfermera hizo pasar al tercer enfermo. Me encontré con un joven de unos veinticinco años, de cabellos rubios y largos que recogía en una coleta, que medía casi dos metros de estatura, y que en todo momento mostraba una compostura exquisita. Dijo venir de parte de mi amigo Daniel Sampedro. Una vez sentado frente a mí, intentó dar un rodeo para explicar el motivo de su consulta, hasta decidirse por fin a revelarme la duda que le consumía desde hacía algún tiempo. Su voz, a la vez de grave era modulada.

En un primer momento abordó el tema con reserva. Dijo ser reportero, en periodo de prueba, de un conocido periódico de la localidad, desde que acabó la carrera, hacía poco más de un año. Que durante tres años, su amigo y él habían convivido juntos y que Damián, que así se llamaba su compañero, acababa de fallecer víctima del SIDA.

Según expresó, él siempre se había negado a hacerse las pruebas de serología VIH, quizás por miedo o quizás por dejadez, el caso es que, últimamente, la idea de estar contagiado le estaba torturando.

Cuando a la semana siguiente volvió a mi despacho para saber los resultados de las pruebas analíticas, advertí, nada más verlo entrar por la puerta, el gran estado de nerviosismo que traía. Su rostro estaba pálido, las manos se las estrujaba, tosía, se atusaba el pelo y no me enfrentaba la mirada.

–¿Están? –Me dijo al cabo de unos segundos, entre carraspeo y carraspeo.

–Sí –le contesté.

–¿Y...?

—Ha dado positivo —le dije.

La noticia que le acababa de dar lo dejó estupefacto. Preso de una gran angustia, se levantó de la silla y comenzó a pasear de un lado a otro del despacho. Intenté convencerlo de que eso no significaba que el desarrollo de la enfermedad fuese inevitable. Busqué palabras que le proporcionaran un poco de consuelo, pero viendo que en ese momento todo mi intento era inútil, le propuse que esperase unos minutos a que yo terminara la consulta, y me acompañase a comer.

Fuimos a un restaurante acogedor y confortable de esos que uno puede perder la noción del tiempo en una sobremesa. La luz era cálida y la suave música que envolvía el ambiente creaba una atmósfera propicia para mantener una conversación.

Nos enfrascamos en una charla que cada vez se iba haciendo más tranquila y relajada, mientras que a mí me daba la impresión de conocerlo desde hacía tiempo. Comenzó contándome que era hijo de una familia acomodada y que siempre había disfrutado de una situación económica envidiable. Sin embargo, me dijo que en lo afectivo padeció de una falta de protección y cariño lo mismo por parte del padre cómo de la madre que se divorciaron siendo él aún muy niño. Al padre, que había contraído un nuevo matrimonio, apenas si lo veía un par de veces al año. Y a su madre, que vivía en Norteamérica desde que se casó con un rico industrial, sólo pasaba las Navidades con ella.

Durante la conversación, me confirmó que había hecho uso masivo de diversas sustancias tóxicas y que había sido un homosexual muy activo. A veces se le nublaban los ojos, y yo, con un apretón de mano, le animaba para que continuara y se desprendiera de todo aquel pasado.

Se levantó una batalla de confesiones mutuas que disipó la distancia del desconocimiento que antes existía entre nosotros. Y cuando tres horas después, sentados en una cafetería degustábamos una bebida, Iván parecía un hombre nuevo, y lo mismo él que yo, reímos más de lo que yo recordaba haberlo hecho desde hacía mucho tiempo. Al salir a la calle, fuimos paseando mientras unas nubes cruzaban el cielo y el aire que había soplado durante toda la mañana limpiaba algo la atmósfera de la contaminación.

A partir de aquel día, ya nada volvió a ser igual para mí. Iván me sacudió emocionalmente más de lo que yo nunca hubiese imaginado. Ocupaba todos mis pensamientos y me sentía incapaz de tener plena concentración en mi trabajo, por lo que al mes siguiente, decidimos irnos a vivir juntos. Estábamos decididos a compartir nuestras vidas y a compartir nuestros sueños e ilusiones, por encima de cualquier obstáculo que se nos pusiera por delante.

Pasaron catorce años, en los cuales le descubrí algo que él no había sentido nunca en su vida; que alguien lo amaba. Jamás existió un minuto en nuestras vidas en común, que cayese en la rutina o el aburrimiento porque Iván con su forma de ser lo impedía. El comportamiento que tuvo durante todo esos años me permitió afirmar la extraordinaria grandeza de su alma y la dimensión espiritual que poseía. Conectaba con sorprendente naturalidad, con cada ser humano que se cruzaba en su vida, falto de calor y amor. Colaboraba en varias ONG para solidarizarse con todos los millones de personas, que cómo corresponsal, veía a través de recorrer los países más pobres y deprimidos, así como los que estaban sumergidos en un mundo de terror y muerte a causa de una absurda guerra.

Después de haber permanecido durante varios meses en distintos países tropicales, realizando unos trabajos, al regresar a España éste último mes de marzo, lo encontré pálido y demacrado. Comprobé que desde hacía varios días sufría una intensa fiebre y diarrea crónica, además de una persistente tos. Al principio, pensé que podría tratarse de una disentería, amebiasis o tifoidea, por haber permanecido precisamente en esos países, sin embargo, esos desórdenes asociados a una tos seca y rebelde, no tenía razón de ser.

Lo hice hospitalizar, y a partir de ese momento comenzamos un desfile de pruebas hasta tener el diagnóstico definitivo: la enfermedad estaba totalmente desarrollada. Múltiples nódulos vasculares eran la manifestación del sarcoma de Kaposi que ya se había manifestado también en las vías gastrointestinales y pulmones.

Iván aceptó la enfermedad con tal entereza, que más parecía haber hallado en ella paz que sufrimiento. No sólo fue capaz de ser feliz, sino de dar amor a manos llenas, por lo que encontró multitud de amigos entre los demás enfermos y el personal.

Él sabía perfectamente lo que le esperaba, había asistido ya a la terrible agonía de tres de sus amigos. “No quiero irme de esa forma, Ignacio —me decía— cuando llegue el momento, sédame”.

Al llegar el otoño Iván no pesaba más de cuarenta y cinco kilos. Durante ese tiempo puedo decir que disfrutamos plenamente de la unión de dos almas gemelas que se encontraron más allá del sexo, más allá de la enfermedad y más allá de la muerte.

Cuando llegó el momento final, quiso despedirse de todos sus amigos sin lágrimas, sin ningún tipo de tristeza. Poco a poco se fue llenando la habitación de todas las personas que le querían, que le habían cuidado con generosidad y competencia, y que habían contribuido a suavizar una larga y difícil prueba.

Todos estábamos ante él para darle el último adiós. Ramos de flores adornaban la habitación, y a través del murmullo de aquellas personas que fingían sonreír, las suaves notas del cántico de Jean Racine, de Fauré, inundaron la estancia, provocando un maravilloso sosiego que se vio reflejado en cada uno de nosotros.

Cada vez le costaba más trabajo respirar. Su garganta emitía un ronquido en cada esfuerzo que hacía por aspirar, mientras yo retenía fuertemente una de sus manos, y acariciaba su rostro. Llegó un momento en que viendo ya la fase en la que se encontraba, me levanté y cogí una jeringuilla con cloruro mórfico que había sobre una batea en la mesilla.

–No, aún no –susurró cuando iba a proceder a inyectárselo.

Su rostro, a pesar de la disnea que se agravaba por momentos, tenía un gesto sereno, casi radiante diría yo. Por un momento, paseó su mirada de uno en uno tratando de expresarnos su agradecimiento en silencio. A continuación la volvió hacia mí, esbozando una leve sonrisa.

–Te quiero –susurró.

Con estas palabras, lo que le quedaba de vida, se agotó.



Cuando abrí de nuevo los ojos, todo aquel entorno me pareció distinto. Percibí una sensación de sosiego flotar en la atmósfera, e incluso, tuve un sentido diferente de la visión que momentos antes había tenido de esa patética playa, cuyos desperdicios y peces muertos se hallaban esparcidos por la arena. El tiempo parecía haberse detenido durante todo el rato en el que estuve reviviendo nuestras vidas.

Recordé las últimas palabras de Iván una vez más: La muerte no es el fin, Ignacio, ahora estoy seguro…

Eché la cabeza hacia atrás y entorné los ojos mientras oía el sonido de las olas rompiendo en la playa. Por primera vez descubrí que era un sonido agradable y sedante, un sonido épico e inmutable que me transportaba fuera de mí mismo y a la vez acallaba todos los sentimientos que horas antes gritaban en mi interior. Sentía a Iván tan cerca de mí como si se hubiese asentado en mi corazón, y sonreí contemplando las caprichosas figuras que dibujaban las nubes en el cielo a la vez que las gaviotas trinaban enérgicamente y el sol centelleaba sobre el agua produciendo chispas de luz que se movían de un punto a otro de las olas.

Al aceptar la muerte de Iván, sentí de inmediato una gran sensación de alivio. Era como si tuviese un concepto de la existencia completamente nuevo, un concepto de que todo lo que me rodeaba era perfecto y estaba vivo.

Estuve reflexionando durante tanto tiempo que se hizo la noche. Cuando me puse en pie y extendí los brazos desperezándome, las gaviotas habían desaparecido de todo aquel entorno y el único sonido lo constituía el ininterrumpido romper de las olas. Según me dirigía hacía el coche, inhalé con fuerza aquel nuevo aliento de vida que me penetraba.

Mi querido Iván –musité elevando la vista– no sé el tiempo que me quedará aún por estar en éste mundo, pero lo que sí sé, es que algún día nos volveremos a reunir.


                                                               Maite García Romero

martes, 30 de mayo de 2006

EL NIDO VACÍO

Hassam
No sé que me pasa últimamente que no puedo ni tirar de mi alma, cuando no me encuentro fatigada y decaída tengo tal estado de ansiedad, que no hay una actividad entre las pocas que realizo ahora que me libere por un momento de esta amarga sensación. Vamos, es que ni siquiera me apetece salir, bueno, ni salir ni hablar con la gente ni ir de compras ni leer, y mira que yo he leído eh, pero es que por no apetecerme ni siquiera me apetece arreglarme con lo coqueta que he sido siempre que jamás recuerdo haber salido a la calle un día sin pintarme como mínimo los labios. Y si uno de mis mayores placeres ha sido salir de compra y empezar a probarme una prenda y otra, y otra y otra y llegar a casa cargada de bolsas, ahora de lo único que tengo ganas es de tirarme a la cama y no salir de ella para nada. ¿Y las noches?... ¡Dios qué noches paso!... Fíjate, fíjate, ahora mismo son las 4,30 de la madrugada y aquí me tienes con los ojos abiertos como platos ¡ay, Señor! Y el caso es que nada más acostarme me quedé frita, es verdad, ¿pero de qué me sirvió si llevo despierta más de tres horas? ¡Y cómo me he despertado! ¡Hoy, hoy, hoy! Con palpitaciones, ansiosa, temerosa de no sé qué, bueno, bueno, fatal, estoy fatal… Y no será porque no he intentado relajarme visualizando un mar en calma, un campo cuajadito de flores, tensando y aflojando los músculos, sobre todo los del abdomen, lo leí una vez, esos son los más importantes para la relajación, pensando en cosas agradables como que a mi matrimonio sólo lo sustenta el amor y la pasión, respirando profundo, contado ovejitas, corderos, cabras... yo qué sé todo lo que he contado, pero nada, hija, que sigo igual...

¡Ay, me levanto, no aguanto más! De buena gana despertaría a Pablo… mira, ahora está cambiando de postura... y es que necesito un poco de conversación, de apoyo, no sé, que me anime, que me escuche… ¡Bah! ¿Para qué lo voy a despertar? Lo he hecho en otras ocasiones y la única ayuda que obtengo de él es escuchar lo mismo de siempre: “¿Te duele algo? ¿No? Pues entonces intenta dormir, anda” ¡Mira tú! ¡Cómo si yo no lo intentara! ¡No te fastidia!... Ay Dios mío, que poco me ha entendido siempre este hombre… Mira, mira como duerme, ¡tan a gusto, tan ajeno a mi sufrimiento!... y cuidado que cena fuerte el tío, eh, pues nada, ahí lo tienes, como un angelito. ¡Qué suerte tienes, hijo!...

Entro en el salón, subo la persiana del ventanal, y apoyada en el alféizar de la ventana, permanezco inhalando y exhalando profundamente. No se ve una sola estrella, el cielo esta sombrío y las hojas caídas se arremolinan por todas partes arrastradas por el aire templado que trae olor a tierra mojada. Observo lo abandonado que está el jardín desde que Julio, el jardinero, falleció. Sé que ya debía de haber contratado a otro... que debía de haber hecho todo lo que tengo pendientes... Pero es que no me apetece… No tengo ganas de nada...

El chirriar del balancín movido por el aire, me trae de pronto oleadas de recuerdos... Tenía yo entonces veinticinco años, y toda una vida por delante rebosante de ilusiones. Me sentía libre, sin trabas de ninguna clase, sin preocupaciones, sin pensar incluso en el mañana. Iba por el camino que me gustaba, con el hombre que yo había elegido y nada podía detenerme. Estábamos solos, en esta casa desnuda que habíamos adquirido con una hipoteca que nos quedaba demasiado grande, y nuestra única preocupación eran los viajes, las correrías por el campo. A veces nos sentábamos al borde del manantial, cuando el sol se sumerge en un océano de nubes encendidas, y bebíamos aquella agua fría y transparente, con un placer licencioso que nos provocaba zambullirnos, sintiendo en nuestra piel, como una caricia helada y deliciosa, el temblor de la corriente viva y ligera. Tengo nostalgia de una manta gris sobre carnes elásticas que se mecen en el balancín; de francas caricias, de besos tan violentos y sabrosos como frutos salvajes. Tengo tanta nostalgia de aquel tiempo... De aquellos crepúsculos, de aquellos claros de luna, de aquellas salidas del sol que nos sorprendía desnudos sobre la hierba…

Últimamente no hago más que decirme que soy una hiperestésica, una neurótica, y que por eso cualquier cosa me afecta excesivamente. Y sí, quizás sea eso… O quizás sea la edad, vaya usted a saber. Bueno, ¿y qué más da lo que sea? El caso es que de la noche a la mañana la vida para mí ha perdido todo su sentido. Y Paula ha tenido mucho que ver en esto, ¿eh? Porque hay que ver el cambio que ha dado la niña. Que de ser una estudiante ejemplar, pasó a abandonar los estudios sin decirnos ni tan siquiera los motivos. Y que no se te ocurriera intentar hablar con ella, ¿eh? porque, ¡Jesús, como se ponía!... ¡Vamos, como si su padre y yo fuésemos encima los culpables!... Ahora, que a mí no hay quien me quite de la cabeza, que aquella pandilla roquera y jaranera que frecuentó últimamente, ha tenido mucho que ver en ese cambio que ha dado, ¡si lo sabré yo! Si no había más que verla… Un día salía con uno, otro día con otro, ¡yo que sé! Docenas de jóvenes han pasado por su vida y ninguno le duraba más de un mes. ¡Y ojo, eh!, que yo nunca le impedí rotundamente que dejara el plan de vida que llevaba, porque entre otras cosas no me iba a servir de nada. Pero sin embargo, no podía remediar sentirme perturbada por esa repentina libertad de sus costumbres. ¿Qué quieres, si pertenezco a una generación en la que nos marcaron el tabú del sexo como hierro candente, y ahora nos encontramos con esta libertad que desconocemos? Y eso que yo intento abrirme a las nuevas tendencias sexuales, eh, pero me cuesta, ¿qué le voy a hacer?...

Después de varios meses de haber abandonado la universidad, me sale un día la niña diciendo que se siente arrollada por un repentino amor… ¡Y qué amor, Dios Santo! Un niñato arrogante que se recoge el pelo en una coleta, que lleva tatuado medio cuerpo, que de su oreja izquierda cuelga un pendiente y de una de sus cejas un piercing (o como quiera que se llame), ¡y que encima alardea de su pinta! Y así, sin que hubiese habido una discusión más fuerte de lo normal, sin que le hubiésemos impuesto nada que no fuese lo lógico, como que colaborara un poco en las tareas de casa que bastante disgusto nos había dado con dejar los estudios, cómo para tener que aguantar encima su dormitorio hecho una leonera, pues aparece ante nosotros un sábado, al poco de levantarse, con la maleta en una mano y con la jaula de su periquito “Tímoti” en la otra diciendo que se iba, porque deseaba compartir su vida con la persona más maravillosa del mundo.

Como que todavía se me revuelven las tripas cuando me acuerdo…. Nos volvimos a quedar tan helados como el día que nos enteramos de que había dejado los estudios. Apenas si nos dio tiempo a reaccionar y ya había salido por la puerta. Y eso que no nos habíamos opuesto tajantemente a su noviazgo ¡Digo, cualquiera lo hacía! ¡Ni mucho menos! Teníamos que estar sufriendo por ella, y encima sin atrevernos a prohibirle nada se vaya a disgustar, se vaya a ir de casa, se vaya a traumatizar. ¡Dios mío!... Hay que ver en las tonterías que nos fijamos hoy día los padres… Es como si estuviésemos asustados con los hijos, sí, algo así. ¿Y de qué nos sirvió tantos miramientos, eh? De nada. Ella hizo lo que le dio la gana, y encima sin un previo aviso y sin ninguna explicación, vamos, cómo si fuésemos dos personas extrañas, dos personas ajenas a ella y a su vida a las que no hay por que darles explicaciones ni inmiscuirlas en sus proyectos o en sus asuntos. “Mi vida es mía y haré lo que me dé la gana con ella” Me dijo en más de una ocasión cuando le recriminé que hubiese abandonado los estudios o que tratase con ese tipo de personas. Así, que a ver que íbamos a hacer nosotros. ¿Cómo le podíamos impedir que se fuese? Tiene veinte años y es mayor de edad —me dice siempre Pablo con esa flema pacífica que me pone tan nerviosa— ¿Pero y qué? —le respondo— ¡A mí qué me importa que sea mayor o menor de edad! ¿Es que por eso tengo que dejarla que se tire a un pozo?...

Si es qué hay que ver las de ilusiones que yo tenía puesta en su futuro... Las de veces que había imaginado como sería su pareja, su boda, su vida. Y ahora, ya ve, todos los proyectos que había planeado para ella se han truncado y todos mis sueños se han desvanecido… Recuerdo que cuando acabó el bachiller y me dijo que había pensado estudiar arquitectura, me dio una gran alegría. ¡Huy —exclamé llenándola de besos— mi niña arquitecto! Estaba yo tan segura de que lo conseguiría... Paula desde siempre fue una buena estudiante, la mejor de los tres, hay que reconocerlo. Es muy inteligente, y además entonces era muy trabajadora, le daban las tantas de la noche estudiando, y yo, haciéndole café, obligándola a comer algo... Hay qué ver... ¿Cómo me iba a imaginar que ni siquiera terminaría el segundo curso de carrera?...

Me obsesiono pensando en que habremos podido fallar como padres… ¿Acaso no ha tenido más de lo que podíamos darle?... A veces pienso que quizás nuestra generación, por contrapartida de lo que tuvimos, hemos consentido demasiado a nuestros hijos y les hemos facilitado demasiado las cosas. Creo que en eso hemos cometido un error… El caso es que no vivo tranquila. La llamo por teléfono una y otra vez para decirle que vuelva, que la estamos esperando con los brazos abierto, que nunca le vamos a reprochar nada, que yo no me encuentro bien y que a éste paso me va a mandar al otro mundo antes de tiempo. Pero nada, ni por esa… Los otros días hasta me amenazó con cambiar el número del móvil para que no pudiese continuar dándole la lata, sí sí sí…. Menos mal que una tarde, después de mucho insistir, conseguí la dirección de donde está viviendo, y por lo menos, aunque no la iba a rescatar, me consolé pensando que así podría llevarle algunos alimentos de vez en cuando ya que tengo la impresión de que económicamente no andan muy sobrados. ¿Y qué voy a hacer? Ya sé que sigo facilitándole la vida… Aunque te digo una cosa, no estoy tan segura de ello porque a veces pienso que quizás lo que estoy es complicándosela. Últimamente estoy tan confundida que parece que tengo congelada la capacidad de discernir...

¿Y el día que me presenté en su casa?... Lo hice así, sin pensármelo dos veces… Llame al timbre. Yo iba cargada de bolsas, le llevaba de todo: embutidos, conservas, galletas, mantequilla… Hasta chucherías le llevé… Porque mira que le gustan las chuches, en eso parece que sigue siendo una niña… Hay que ver la cara que puso el niñato de la coleta cuando abrió la puerta y me vio. ¡Jesús Bendito!... Me hizo pasar, con una mala gana… Oye, y enseguida, enseguida, nada más entrar, percibí un olor extraño en el ambiente. Sí, sí, sí… Era un olor… ¿cómo te diría?... Bueno, que me hizo pensar que hubiesen fumado algún porro. Y no es que yo sepa a que huelen los porros, porque en mi vida he olido uno. Pero, no sé, era un tufillo raro, un tufillo que desde luego no era de tabaco. Él tomó asiento en el suelo, sobre unos almohadones, junto a los que se hallaba ella. En la mesa que tenían delante, había dos vasos con algo de bebida (alcohol, seguro). Después de la primera impresión que le produjo a Paula mi repentina aparición, se levantó y me dijo en un tono airado: “¿Por qué has venido? ¡Es qué no entiendo tu actitud, mamá! Yo creo que tengo la suficiente edad para independizarme y no necesitar de vuestra ayuda ¡Por favor, métete esto en la cabeza de una vez y no estés, como siempre, vigilándome!”

¡Seré tonta! ¿Pues no estoy llorando otra vez?... ¿Dónde tengo ahora un clinex?... Lo que iba diciendo, que en respuesta a toda aquella retahíla, ¿qué hice? Pues una estupidez, claro, probé una pequeña sonrisa cómo disculpándome por mi intromisión, ¡ya ves tú! Y ella, mientras, continuó increpándome: que si era una pesada insoportable, que si la menopausia me estaba durando demasiado, que si su padre por lo menos era algo más comprensivo y tenía más lógica que yo, y que por favor, si me encontraba mal que fuese al médico y dejara ya de atosigarla. La cachaza de él, que continuaba sentado mientras yo permanecía de pie con las bolsas en las manos, y la actitud antipática de Paula, comenzó a exasperarme. El niñato yo creo que reparó en mi gesto, que sería preliminar de un ataque de histeria, porque se levantó con una mirada huidiza y se marchó al dormitorio. Nada más desaparecer él, a mis labios acudieron palabras en tropel. Un borbotón que seguramente ni siquiera era coherente, pero que no pude remediarlo. La sensación de haberme inmiscuido en una vida que por lo visto ya no me concernía, y haber sido menospreciada y tratada como una intrusa, me produjo un sentimiento de dolor y de cólera tan grande, que cuando salí a la calle, las lágrimas me ahogaban y dificultaban la visión mientras conducía. Las palabras de Paula resonaban en mis oídos como un absceso que palpita y duele. Qué mal me encontraba... Tenía un gran estado de ansiedad y temiendo no ser capaz de llegar a casa, di media vuelta y me fui a la de Beatriz, que estaba más cerca de donde me encontraba en ese momento. ¡Cómo se alarmó la criatura al verme llegar en aquel estado! Casi se echa a llorar ella también. Lo primero que hizo, fue salir corriendo a la cocina y prepararme una taza de tila. Al rato, un poco más relajada ya, comencé a contarle lo sucedido.

¡Qué bien me hizo Beatriz en aquel momento!... Es tan madura esta criatura, tan reflexiva, tan buena... Y eso que desde que se ha casado nuestra relación ha cambiado mucho, sobre todo desde que ha sido madre... Ahora, como no sea yo la que vaya a su casa, no nos veríamos nunca. Y que conste que lo entiendo, eh. Entiendo que todo su tiempo lo tenga invertido entre su marido y su hijo, es normal, si ya lo digo, pero... no sé, parece como que yo he dejado de importarle... Bueno, quizás son imaginaciones mía, también puede ser, por qué no. En fin, que... que sentir su apoyo y comprensión fue muy reconfortante para mí en esos momentos.

Miguel, como siempre, estaba sentado en el otro extremo del salón, con un periódico entre las manos, adoptando una actitud que intentaba ser indiferente hacia nuestra conversación, pero que de vez en cuando levantaba la vista mostrando un gesto de complicidad con su mujer, cuando ésta me instaba a que dejara que su hermana viviese su propia vida. O sea, que estaba al loro de todo. Hablando, el tiempo transcurrió sin apenas haberme dado cuenta, hasta que el bebé comenzó a llorar y Miguel consultó el reloj impaciente.

Cuando bajé a la calle me encontré que estaba lloviendo. Hacía una noche de perros. Según caminaba hacia donde había dejado aparcado el coche, sentí la humedad que se adhería a mi piel penetrándome hasta los huesos. La artrosis de la rodilla derecha me empezó a molestar de nuevo. Y mira que llevaba una temporada bien, no sé si por la terapia hormonal esa que me recetó la ginecóloga, que aunque yo fe en la medicina no tengo, para que voy a decir lo contrario, le dije, está bien doctora, recétemela, por mí que no quede, sobre todo lo hago por si mi estado de ánimo mejora, porque como dice usted que es por la menopausia, pues mira, por probar no se pierde nada. Y sí, reconozco que el dolor de la rodilla mejoró, pero lo que es mi estado anímico, ese todavía sigue igual.

Entré en el coche, puse el parabrisa en marcha, y allí me quedé como hipnotizada viéndolo correr de un lado a otro, mientras recordaba con una punzada de nostalgia la época en que mis hijos ocupaban aquellos asientos de atrás. Giré la cabeza y me pareció estar viéndolos allí sentados. Oí sus risas, sus discusiones, sus toses cuando estaban acatarrados o sus bostezos cuando tenían sueño. Es curioso, pero hay rostros infantiles que han pasado por nuestras vidas cuya fisonomía se alejan y precipitan en la común argamasa del olvido, y sin embargo nunca ocurre eso con nuestros hijos. Sus rostros infantiles nunca lo vemos en abstracto sino que permanecen con una concreción que jamás se agota, que jamás sucumbe a nuestra memoria por más años que vivamos.

Y qué decir de Javier... Hay que ver el tiempo que hace que no tengo noticias de él... Otro hijo al que tampoco entiendo...

Con el puesto de trabajo tan prometedor que su padre le había conseguido en la Compañía Aérea, después de acabar la carrera, y va el niño y lo rechaza diciendo que él tenía otros proyectos para su futuro, y que en ellos no estaba precisamente el estar encerrado en un despacho diez horas como está su padre. Y ¡hala! allá que se fue a los Estados Unidos, con sus veinticuatro años recién cumplidos, su reciente título académico (que por cierto, anda que no corrí yo nada para enmarcarlo), sin un trabajo, sin apenas dinero y sin experiencia en la vida, ¡sin nada! A conocer mundo, a la aventura, a abrirse camino por su cuenta, pero eso sí, acompañado de esa rubia americana que conoció en Navidad y por la que estaba coladito.

A su padre esto le provocó un disgusto de mil demonios. Él estaba muy orgulloso de su hijo, muy satisfecho de que hubiese elegido la misma carrera que la suya. Desde el primer curso ya estaba planeándole el futuro, tenía el convencimiento de que su hijo iba a tener un gran porvenir como abogado porque poseía un gran talento y era perspicaz y agudo. El día que Javier se graduó, fue la primera vez, desde que lo conozco, que vi sus ojos inundados de lágrimas. Después, cuando el niño se marchó, yo hubiese preferido oír de sus labios algunas palabras, aunque hubiese sido una blasfemia una maldición o un insulto, algo, cualquier cosa habría sido preferible al silencio que mantuvo durante días.

Y que decir de lo que yo sentí... Javier era mi alegría, era el que siempre me hacía reír con cualquier cosa y con el que podía contar para todo. Cuando me compraba algo de ropa, me gustaba exhibirme ante él porque me colmaba de halagos. Solíamos pasar horas y horas charlando de política, de religión, de chicas, hasta de fútbol. Y a veces podíamos estar sentados, uno junto a otro en silencio, y su sola presencia me brindaba calor y me bastaba. Y ahora, hay qué ver... Quince días hace ya que no me llama. Me pregunto: ¿tan poco le he importado para que con la primera tontaina que lo engatusa se olvide de su madre?

Me está costando tanto aceptar que la casa está vacía y no tengo a mi lado a ninguno de mis hijos... Echo de menos sus risas, sus músicas, sus discusiones, el participar de sus preocupaciones, de sus alegría...

No, si yo comprendo que mis hijos ya no son unos niños, y que tengo que admitir que tienen derecho a elegir su propia vida, ¡claro, faltaría más! Si yo eso lo entiendo perfectamente, es de pura lógica. Pero… ¿Por qué las verdades tan elementales son a veces tan difíciles de entender o de aceptar?... Si me detengo a reflexionar, enseguida me asalta la duda y me pregunto: ¿Dónde acaba el amor y empieza el egoísmo? Y no lo sé, ¿eh? De verdad que no lo sé.

Desde hace tiempo me martillea un sentimiento de culpabilidad al pensar que, quizás he dado a mi vida profesional mucho más que a la familiar.

Desde que nacieron los niños llevé siempre conmigo muchas malas conciencias. A veces me tranquilizaba, o por lo menos lo intentaba, diciéndome que estaba dando lo mejor que podía y que era preferible dar calidad que cantidad, pero el caso es, que también la calidad se resentía cuando llegaba cansada de un viaje. Y eso, tengo que reconocer que ocurría con demasiada frecuencia. Aún llevo clavada en el alma las preguntas que me hacían de pequeños: “¿Otra vez te va, mamá?” “¿Cuándo te vas a quedar aquí con nosotros?” “¿Cuándo vas a volver?” “¿Cuándo vamos a jugar contigo?” Cuando, cuando, cuando, siempre había un cuando que yo no sabía responder.

Reconozco que a este sentimiento de pérdida y mutilación que sufro desde que mis hijos se han marchado de casa, se ha sumado la problemática de que me hayan jubilado obligatoriamente mucho antes de lo previsto. ¡Y es qué es el colmo, que a mis cincuenta y seis años, me hayan considerado poco menos que un estorbo o un trasto viejo que ya no sirve para nada y debe ceder su puesto a otra persona más joven! ¿Y la experiencia qué? ¿Eh? ¿De qué sirve hoy la experiencia, si cuando estás en tu mejor momento prescinden de ti, sin tener nadie en cuenta los veintiocho años de trabajo y sacrificios que tú has dedicado a la empresa?... Ahora, precisamente ahora, es cuando yo tenía una capacidad de conocimientos y pericia, que me capacitaba cómo nunca para desempeñar mi cargo. ¡Qué injusticia, Señor! Está visto que hoy día lo único que se valora es la juventud, la imagen, y un cúmulo de títulos y masters. Nada más.

Mira que tuve que luchar hasta llegar a ocupar el puesto de directora de marketing. ¡Dios Santo! Con la firmeza que me vi obligada a demostrar mi valía en aquel mundo machista que me rodeaba. Fueron tantos años de estudios, de trabajo, de renuncias personales, de entrega y responsabilidad...

Me acuerdo como si fuera ayer, del día que Pablo llegó con la noticia de que nos trasladábamos a Barcelona. Fue a mediado del mes de septiembre, si no recuerdo mal. Nos habíamos citado para comer en casa de mamá, y estábamos a punto de sentarnos a la mesa, cuando me dijo que la compañía aérea a la cual había mandado hacía poco su currículum vitae, le ofrecía el puesto de director en la agencia de Barcelona. Yo no di créditos a sus palabras, me quedé atónita. Hasta que de pronto di una estampida y me encerré en el cuarto de baño llorando si tenía que llorar. ¡Qué risa! Bueno, ahora me río pero entonces aquello fue una tragedia para mí. Pablo no entendió mi reacción, cuando precisamente él creía que me estaba dando una buena noticia. Así que con mil razonamientos de lo más convincente posible, me hacía ver lo positivo de ese traslado, mientras yo, con un mutismo absoluto que sólo era interrumpido por algún que otro hipido, me resistía a aceptarlo. Y es que hay que reconocer que no era para menos. Sólo hacía dos meses que nos habíamos casado y que habíamos estrenado nuestro piso, que aunque pequeño, jamás, el cambio para mejor que hicimos posteriormente de vivienda, me produjo la misma ilusión. Y no sólo me apenó tener que renunciar a él, sino también alejarme de mi ciudad, de mis amigos… y sobre todo de mamá.

El traslado supuso un gran sacrificio para mí. ¿Qué tal vez mereció la pena? Pues sí, quizás sí. No cabe duda de que aquí, en Barcelona, se me abrió un abanico de posibilidades para comenzar una nueva vida mucho más activa e interesante que la que llevaba en Cádiz, eso está claro. Primeramente porque me sentí más libre para considerar lo que yo anhelaba: la posibilidad de encontrar un empleo sin tener a mamá y a mis suegros coartando, como anteriormente ya lo habían hecho, mi deseo a trabajar fuera de casa. La primera vez que se lo sugerí a Pablo por supuesto que no aceptó. Le pareció absurdo ¿Trabajar para qué? Recuerdo que exclamó asustado como si le hubiese dicho que me iba a tirar por la ventana. ¿Acaso te falta algo? Me preguntó. Y es que este hombre ha sido siempre tan conservador, tan chapado a la antigua y tan machista, ufff... Eso que en aquel entonces sólo tenía veintinueve años, y vacilaba de niño moderno. Pues aún así opinaba, que todo hombre que se preciara tenía que valerse por sí mismo para tener a su mujercita alimentada, vestida y protegida en casa. Así que por esa misma lógica, lo mismo mamá que él, dieron por sentado antes de casarnos, que lo correcto y lo normal era que yo dejara mi trabajo (el que tenía en las oficinas de aquellos grandes almacenes, y con el que yo estaba tan contenta). Protesté, pero no me sirvió de nada. Ellos ya habían tomado aquella decisión sin contar conmigo, y todos mis razonamientos fueron desechados como puros disparates.

La verdad es que Pablo siempre estuvo muy influenciado por su padre, ¡ya lo creo!... Y con respecto a mamá ¿cómo hacerle admitir que sus principios, sus costumbres y sus convicciones se estaban quedando anticuada? ¿Es que pretendes dejar a Pablo en mal lugar? —recuerdo que me decía— Tú no necesitas trabajar hija, tú serás una señora de tu casa. Ella estaba muy orgullosa de su futuro yerno, se pasaba el día repitiéndome la suerte que yo había tenido de encontrar un muchacho de tan buena familia y con una posición económica tan desahogada. Luego, casi siempre terminaba diciendo que más suerte había tenido él conmigo... Pobrecita mía...

Al cabo de un tiempo aquí, en Barcelona, comencé a sentir un soplo de aire fresco. Me valoré más, y tuve claro que debía prepararme para trabajar y ser autónoma, porque cada vez tenía más claro que lo único que a una mujer nos puede hacer libre es la independencia intelectual y económica. Así, que por lo cual, le dije un día a Pablo cortando tajantemente sus argumentos: Mira, querido: solamente yo, y nadie más que yo, va a decidir si trabajo o no. ¡Jajajaja! Qué gesto puso… Parece que lo estoy viendo.

No lo tuve fácil. Pero vamos, ni mucho menos. ¡Porque anda que no pasé por empleos mal remunerados! Por las tardes, al terminar mi jornada laboral, asistía a clases de inglés, y cada vez al llegar a casa, seguía escuchando el mismo sermón de Pablo sobre lo absurdo de lo que yo estaba haciendo. Pasó el tiempo, y un buen día mi vida dio un giro cuando me admitieron, como auxiliar administrativa, en una multinacional de productos químicos. A partir de aquel momento mi anhelo de superación fue una constante que no abandonaría nunca y que al cabo de los años se me reconoció. Nunca hubiese imaginado que avanzaría profesionalmente como lo hice. Me enfrenté a ese mundo laboral bajo una apariencia de trabajadora concienzuda que lo tenía todo controlado. Yo quería dar todo cuanto podía de mí y cada vez era más exigente conmigo misma. Deseaba ser perfecta como madre, como ama de casa, como profesional, y hasta como esposa, anticipándome a las necesidades de mi marido. (Aunque muchas de las veces, agotada por todo un día de trabajo, lo que yo interpretaba bajo las sábanas era un puro teatro, eso también es verdad, tengo que reconocerlo) No es que yo fuese ambiciosa, es que actuaba como una máquina dispuesta a vencer cualquier obstáculo. Sin embargo (y también lo reconozco ahora), bajo ese porte se escondía una sensación de no estar haciendo nada lo suficientemente bien, y eso me producía a la vez unos sentimientos de culpa y de vacío, que no comprendía a que podía deberse. ¿Acaso no tengo una pareja perfecta? Me preguntaba ¿No tengo unos hijos maravillosos, una casa preciosa y un trabajo que me llena? Y es curioso, nunca supe la respuesta…. Quizás aún no la sé.

Y ahora me pregunto: ¿qué ha sido de aquella mujer decidida, luchadora y eficiente que era yo? Porque la imagen que el espejo me devuelve ahora, es la de una desconocida avejentada, insegura y temerosa, que va de médico en médico y de fármaco en fármaco, buscando desesperadamente que algo o alguien ponga remedio a su estado anímico tan destruido.

¿Será posible que con el paso de los años haya fracasado en todo?... Como madre no he sido capaz de entender a mis hijos, como profesional he sido borrada de un plumazo, como ama de casa exigente con la limpieza y el orden, he pasado a que me importe un pimiento como esté todo, y de una esposa cariñosa que intentaba con éxito ser una buena amante, he pasado a ésta otra, que no sólo es que no experimente la más mínima satisfacción con su pareja, sino que le revienta cualquier intento de acercamiento que él haga.

Creí que hoy tendríamos un día lluvioso, y veo que amanece radiante… Mi mente compulsivamente charlatana, se queda muda contemplando la salida del sol...

¡Dios, qué maravilla!..

                                                   Maite García Romero