El que quiera escribir algo, que lo escriba. El que quiera publicar algo, que lo reescriba.

Preocúpate de empezar la obra, que la obra ya se ocupará de crecer.

martes, 30 de mayo de 2006

EL NIDO VACÍO

Hassam
No sé que me pasa últimamente que no puedo ni tirar de mi alma, cuando no me encuentro fatigada y decaída tengo tal estado de ansiedad, que no hay una actividad entre las pocas que realizo ahora que me libere por un momento de esta amarga sensación. Vamos, es que ni siquiera me apetece salir, bueno, ni salir ni hablar con la gente ni ir de compras ni leer, y mira que yo he leído eh, pero es que por no apetecerme ni siquiera me apetece arreglarme con lo coqueta que he sido siempre que jamás recuerdo haber salido a la calle un día sin pintarme como mínimo los labios. Y si uno de mis mayores placeres ha sido salir de compra y empezar a probarme una prenda y otra, y otra y otra y llegar a casa cargada de bolsas, ahora de lo único que tengo ganas es de tirarme a la cama y no salir de ella para nada. ¿Y las noches?... ¡Dios qué noches paso!... Fíjate, fíjate, ahora mismo son las 4,30 de la madrugada y aquí me tienes con los ojos abiertos como platos ¡ay, Señor! Y el caso es que nada más acostarme me quedé frita, es verdad, ¿pero de qué me sirvió si llevo despierta más de tres horas? ¡Y cómo me he despertado! ¡Hoy, hoy, hoy! Con palpitaciones, ansiosa, temerosa de no sé qué, bueno, bueno, fatal, estoy fatal… Y no será porque no he intentado relajarme visualizando un mar en calma, un campo cuajadito de flores, tensando y aflojando los músculos, sobre todo los del abdomen, lo leí una vez, esos son los más importantes para la relajación, pensando en cosas agradables como que a mi matrimonio sólo lo sustenta el amor y la pasión, respirando profundo, contado ovejitas, corderos, cabras... yo qué sé todo lo que he contado, pero nada, hija, que sigo igual...

¡Ay, me levanto, no aguanto más! De buena gana despertaría a Pablo… mira, ahora está cambiando de postura... y es que necesito un poco de conversación, de apoyo, no sé, que me anime, que me escuche… ¡Bah! ¿Para qué lo voy a despertar? Lo he hecho en otras ocasiones y la única ayuda que obtengo de él es escuchar lo mismo de siempre: “¿Te duele algo? ¿No? Pues entonces intenta dormir, anda” ¡Mira tú! ¡Cómo si yo no lo intentara! ¡No te fastidia!... Ay Dios mío, que poco me ha entendido siempre este hombre… Mira, mira como duerme, ¡tan a gusto, tan ajeno a mi sufrimiento!... y cuidado que cena fuerte el tío, eh, pues nada, ahí lo tienes, como un angelito. ¡Qué suerte tienes, hijo!...

Entro en el salón, subo la persiana del ventanal, y apoyada en el alféizar de la ventana, permanezco inhalando y exhalando profundamente. No se ve una sola estrella, el cielo esta sombrío y las hojas caídas se arremolinan por todas partes arrastradas por el aire templado que trae olor a tierra mojada. Observo lo abandonado que está el jardín desde que Julio, el jardinero, falleció. Sé que ya debía de haber contratado a otro... que debía de haber hecho todo lo que tengo pendientes... Pero es que no me apetece… No tengo ganas de nada...

El chirriar del balancín movido por el aire, me trae de pronto oleadas de recuerdos... Tenía yo entonces veinticinco años, y toda una vida por delante rebosante de ilusiones. Me sentía libre, sin trabas de ninguna clase, sin preocupaciones, sin pensar incluso en el mañana. Iba por el camino que me gustaba, con el hombre que yo había elegido y nada podía detenerme. Estábamos solos, en esta casa desnuda que habíamos adquirido con una hipoteca que nos quedaba demasiado grande, y nuestra única preocupación eran los viajes, las correrías por el campo. A veces nos sentábamos al borde del manantial, cuando el sol se sumerge en un océano de nubes encendidas, y bebíamos aquella agua fría y transparente, con un placer licencioso que nos provocaba zambullirnos, sintiendo en nuestra piel, como una caricia helada y deliciosa, el temblor de la corriente viva y ligera. Tengo nostalgia de una manta gris sobre carnes elásticas que se mecen en el balancín; de francas caricias, de besos tan violentos y sabrosos como frutos salvajes. Tengo tanta nostalgia de aquel tiempo... De aquellos crepúsculos, de aquellos claros de luna, de aquellas salidas del sol que nos sorprendía desnudos sobre la hierba…

Últimamente no hago más que decirme que soy una hiperestésica, una neurótica, y que por eso cualquier cosa me afecta excesivamente. Y sí, quizás sea eso… O quizás sea la edad, vaya usted a saber. Bueno, ¿y qué más da lo que sea? El caso es que de la noche a la mañana la vida para mí ha perdido todo su sentido. Y Paula ha tenido mucho que ver en esto, ¿eh? Porque hay que ver el cambio que ha dado la niña. Que de ser una estudiante ejemplar, pasó a abandonar los estudios sin decirnos ni tan siquiera los motivos. Y que no se te ocurriera intentar hablar con ella, ¿eh? porque, ¡Jesús, como se ponía!... ¡Vamos, como si su padre y yo fuésemos encima los culpables!... Ahora, que a mí no hay quien me quite de la cabeza, que aquella pandilla roquera y jaranera que frecuentó últimamente, ha tenido mucho que ver en ese cambio que ha dado, ¡si lo sabré yo! Si no había más que verla… Un día salía con uno, otro día con otro, ¡yo que sé! Docenas de jóvenes han pasado por su vida y ninguno le duraba más de un mes. ¡Y ojo, eh!, que yo nunca le impedí rotundamente que dejara el plan de vida que llevaba, porque entre otras cosas no me iba a servir de nada. Pero sin embargo, no podía remediar sentirme perturbada por esa repentina libertad de sus costumbres. ¿Qué quieres, si pertenezco a una generación en la que nos marcaron el tabú del sexo como hierro candente, y ahora nos encontramos con esta libertad que desconocemos? Y eso que yo intento abrirme a las nuevas tendencias sexuales, eh, pero me cuesta, ¿qué le voy a hacer?...

Después de varios meses de haber abandonado la universidad, me sale un día la niña diciendo que se siente arrollada por un repentino amor… ¡Y qué amor, Dios Santo! Un niñato arrogante que se recoge el pelo en una coleta, que lleva tatuado medio cuerpo, que de su oreja izquierda cuelga un pendiente y de una de sus cejas un piercing (o como quiera que se llame), ¡y que encima alardea de su pinta! Y así, sin que hubiese habido una discusión más fuerte de lo normal, sin que le hubiésemos impuesto nada que no fuese lo lógico, como que colaborara un poco en las tareas de casa que bastante disgusto nos había dado con dejar los estudios, cómo para tener que aguantar encima su dormitorio hecho una leonera, pues aparece ante nosotros un sábado, al poco de levantarse, con la maleta en una mano y con la jaula de su periquito “Tímoti” en la otra diciendo que se iba, porque deseaba compartir su vida con la persona más maravillosa del mundo.

Como que todavía se me revuelven las tripas cuando me acuerdo…. Nos volvimos a quedar tan helados como el día que nos enteramos de que había dejado los estudios. Apenas si nos dio tiempo a reaccionar y ya había salido por la puerta. Y eso que no nos habíamos opuesto tajantemente a su noviazgo ¡Digo, cualquiera lo hacía! ¡Ni mucho menos! Teníamos que estar sufriendo por ella, y encima sin atrevernos a prohibirle nada se vaya a disgustar, se vaya a ir de casa, se vaya a traumatizar. ¡Dios mío!... Hay que ver en las tonterías que nos fijamos hoy día los padres… Es como si estuviésemos asustados con los hijos, sí, algo así. ¿Y de qué nos sirvió tantos miramientos, eh? De nada. Ella hizo lo que le dio la gana, y encima sin un previo aviso y sin ninguna explicación, vamos, cómo si fuésemos dos personas extrañas, dos personas ajenas a ella y a su vida a las que no hay por que darles explicaciones ni inmiscuirlas en sus proyectos o en sus asuntos. “Mi vida es mía y haré lo que me dé la gana con ella” Me dijo en más de una ocasión cuando le recriminé que hubiese abandonado los estudios o que tratase con ese tipo de personas. Así, que a ver que íbamos a hacer nosotros. ¿Cómo le podíamos impedir que se fuese? Tiene veinte años y es mayor de edad —me dice siempre Pablo con esa flema pacífica que me pone tan nerviosa— ¿Pero y qué? —le respondo— ¡A mí qué me importa que sea mayor o menor de edad! ¿Es que por eso tengo que dejarla que se tire a un pozo?...

Si es qué hay que ver las de ilusiones que yo tenía puesta en su futuro... Las de veces que había imaginado como sería su pareja, su boda, su vida. Y ahora, ya ve, todos los proyectos que había planeado para ella se han truncado y todos mis sueños se han desvanecido… Recuerdo que cuando acabó el bachiller y me dijo que había pensado estudiar arquitectura, me dio una gran alegría. ¡Huy —exclamé llenándola de besos— mi niña arquitecto! Estaba yo tan segura de que lo conseguiría... Paula desde siempre fue una buena estudiante, la mejor de los tres, hay que reconocerlo. Es muy inteligente, y además entonces era muy trabajadora, le daban las tantas de la noche estudiando, y yo, haciéndole café, obligándola a comer algo... Hay qué ver... ¿Cómo me iba a imaginar que ni siquiera terminaría el segundo curso de carrera?...

Me obsesiono pensando en que habremos podido fallar como padres… ¿Acaso no ha tenido más de lo que podíamos darle?... A veces pienso que quizás nuestra generación, por contrapartida de lo que tuvimos, hemos consentido demasiado a nuestros hijos y les hemos facilitado demasiado las cosas. Creo que en eso hemos cometido un error… El caso es que no vivo tranquila. La llamo por teléfono una y otra vez para decirle que vuelva, que la estamos esperando con los brazos abierto, que nunca le vamos a reprochar nada, que yo no me encuentro bien y que a éste paso me va a mandar al otro mundo antes de tiempo. Pero nada, ni por esa… Los otros días hasta me amenazó con cambiar el número del móvil para que no pudiese continuar dándole la lata, sí sí sí…. Menos mal que una tarde, después de mucho insistir, conseguí la dirección de donde está viviendo, y por lo menos, aunque no la iba a rescatar, me consolé pensando que así podría llevarle algunos alimentos de vez en cuando ya que tengo la impresión de que económicamente no andan muy sobrados. ¿Y qué voy a hacer? Ya sé que sigo facilitándole la vida… Aunque te digo una cosa, no estoy tan segura de ello porque a veces pienso que quizás lo que estoy es complicándosela. Últimamente estoy tan confundida que parece que tengo congelada la capacidad de discernir...

¿Y el día que me presenté en su casa?... Lo hice así, sin pensármelo dos veces… Llame al timbre. Yo iba cargada de bolsas, le llevaba de todo: embutidos, conservas, galletas, mantequilla… Hasta chucherías le llevé… Porque mira que le gustan las chuches, en eso parece que sigue siendo una niña… Hay que ver la cara que puso el niñato de la coleta cuando abrió la puerta y me vio. ¡Jesús Bendito!... Me hizo pasar, con una mala gana… Oye, y enseguida, enseguida, nada más entrar, percibí un olor extraño en el ambiente. Sí, sí, sí… Era un olor… ¿cómo te diría?... Bueno, que me hizo pensar que hubiesen fumado algún porro. Y no es que yo sepa a que huelen los porros, porque en mi vida he olido uno. Pero, no sé, era un tufillo raro, un tufillo que desde luego no era de tabaco. Él tomó asiento en el suelo, sobre unos almohadones, junto a los que se hallaba ella. En la mesa que tenían delante, había dos vasos con algo de bebida (alcohol, seguro). Después de la primera impresión que le produjo a Paula mi repentina aparición, se levantó y me dijo en un tono airado: “¿Por qué has venido? ¡Es qué no entiendo tu actitud, mamá! Yo creo que tengo la suficiente edad para independizarme y no necesitar de vuestra ayuda ¡Por favor, métete esto en la cabeza de una vez y no estés, como siempre, vigilándome!”

¡Seré tonta! ¿Pues no estoy llorando otra vez?... ¿Dónde tengo ahora un clinex?... Lo que iba diciendo, que en respuesta a toda aquella retahíla, ¿qué hice? Pues una estupidez, claro, probé una pequeña sonrisa cómo disculpándome por mi intromisión, ¡ya ves tú! Y ella, mientras, continuó increpándome: que si era una pesada insoportable, que si la menopausia me estaba durando demasiado, que si su padre por lo menos era algo más comprensivo y tenía más lógica que yo, y que por favor, si me encontraba mal que fuese al médico y dejara ya de atosigarla. La cachaza de él, que continuaba sentado mientras yo permanecía de pie con las bolsas en las manos, y la actitud antipática de Paula, comenzó a exasperarme. El niñato yo creo que reparó en mi gesto, que sería preliminar de un ataque de histeria, porque se levantó con una mirada huidiza y se marchó al dormitorio. Nada más desaparecer él, a mis labios acudieron palabras en tropel. Un borbotón que seguramente ni siquiera era coherente, pero que no pude remediarlo. La sensación de haberme inmiscuido en una vida que por lo visto ya no me concernía, y haber sido menospreciada y tratada como una intrusa, me produjo un sentimiento de dolor y de cólera tan grande, que cuando salí a la calle, las lágrimas me ahogaban y dificultaban la visión mientras conducía. Las palabras de Paula resonaban en mis oídos como un absceso que palpita y duele. Qué mal me encontraba... Tenía un gran estado de ansiedad y temiendo no ser capaz de llegar a casa, di media vuelta y me fui a la de Beatriz, que estaba más cerca de donde me encontraba en ese momento. ¡Cómo se alarmó la criatura al verme llegar en aquel estado! Casi se echa a llorar ella también. Lo primero que hizo, fue salir corriendo a la cocina y prepararme una taza de tila. Al rato, un poco más relajada ya, comencé a contarle lo sucedido.

¡Qué bien me hizo Beatriz en aquel momento!... Es tan madura esta criatura, tan reflexiva, tan buena... Y eso que desde que se ha casado nuestra relación ha cambiado mucho, sobre todo desde que ha sido madre... Ahora, como no sea yo la que vaya a su casa, no nos veríamos nunca. Y que conste que lo entiendo, eh. Entiendo que todo su tiempo lo tenga invertido entre su marido y su hijo, es normal, si ya lo digo, pero... no sé, parece como que yo he dejado de importarle... Bueno, quizás son imaginaciones mía, también puede ser, por qué no. En fin, que... que sentir su apoyo y comprensión fue muy reconfortante para mí en esos momentos.

Miguel, como siempre, estaba sentado en el otro extremo del salón, con un periódico entre las manos, adoptando una actitud que intentaba ser indiferente hacia nuestra conversación, pero que de vez en cuando levantaba la vista mostrando un gesto de complicidad con su mujer, cuando ésta me instaba a que dejara que su hermana viviese su propia vida. O sea, que estaba al loro de todo. Hablando, el tiempo transcurrió sin apenas haberme dado cuenta, hasta que el bebé comenzó a llorar y Miguel consultó el reloj impaciente.

Cuando bajé a la calle me encontré que estaba lloviendo. Hacía una noche de perros. Según caminaba hacia donde había dejado aparcado el coche, sentí la humedad que se adhería a mi piel penetrándome hasta los huesos. La artrosis de la rodilla derecha me empezó a molestar de nuevo. Y mira que llevaba una temporada bien, no sé si por la terapia hormonal esa que me recetó la ginecóloga, que aunque yo fe en la medicina no tengo, para que voy a decir lo contrario, le dije, está bien doctora, recétemela, por mí que no quede, sobre todo lo hago por si mi estado de ánimo mejora, porque como dice usted que es por la menopausia, pues mira, por probar no se pierde nada. Y sí, reconozco que el dolor de la rodilla mejoró, pero lo que es mi estado anímico, ese todavía sigue igual.

Entré en el coche, puse el parabrisa en marcha, y allí me quedé como hipnotizada viéndolo correr de un lado a otro, mientras recordaba con una punzada de nostalgia la época en que mis hijos ocupaban aquellos asientos de atrás. Giré la cabeza y me pareció estar viéndolos allí sentados. Oí sus risas, sus discusiones, sus toses cuando estaban acatarrados o sus bostezos cuando tenían sueño. Es curioso, pero hay rostros infantiles que han pasado por nuestras vidas cuya fisonomía se alejan y precipitan en la común argamasa del olvido, y sin embargo nunca ocurre eso con nuestros hijos. Sus rostros infantiles nunca lo vemos en abstracto sino que permanecen con una concreción que jamás se agota, que jamás sucumbe a nuestra memoria por más años que vivamos.

Y qué decir de Javier... Hay que ver el tiempo que hace que no tengo noticias de él... Otro hijo al que tampoco entiendo...

Con el puesto de trabajo tan prometedor que su padre le había conseguido en la Compañía Aérea, después de acabar la carrera, y va el niño y lo rechaza diciendo que él tenía otros proyectos para su futuro, y que en ellos no estaba precisamente el estar encerrado en un despacho diez horas como está su padre. Y ¡hala! allá que se fue a los Estados Unidos, con sus veinticuatro años recién cumplidos, su reciente título académico (que por cierto, anda que no corrí yo nada para enmarcarlo), sin un trabajo, sin apenas dinero y sin experiencia en la vida, ¡sin nada! A conocer mundo, a la aventura, a abrirse camino por su cuenta, pero eso sí, acompañado de esa rubia americana que conoció en Navidad y por la que estaba coladito.

A su padre esto le provocó un disgusto de mil demonios. Él estaba muy orgulloso de su hijo, muy satisfecho de que hubiese elegido la misma carrera que la suya. Desde el primer curso ya estaba planeándole el futuro, tenía el convencimiento de que su hijo iba a tener un gran porvenir como abogado porque poseía un gran talento y era perspicaz y agudo. El día que Javier se graduó, fue la primera vez, desde que lo conozco, que vi sus ojos inundados de lágrimas. Después, cuando el niño se marchó, yo hubiese preferido oír de sus labios algunas palabras, aunque hubiese sido una blasfemia una maldición o un insulto, algo, cualquier cosa habría sido preferible al silencio que mantuvo durante días.

Y que decir de lo que yo sentí... Javier era mi alegría, era el que siempre me hacía reír con cualquier cosa y con el que podía contar para todo. Cuando me compraba algo de ropa, me gustaba exhibirme ante él porque me colmaba de halagos. Solíamos pasar horas y horas charlando de política, de religión, de chicas, hasta de fútbol. Y a veces podíamos estar sentados, uno junto a otro en silencio, y su sola presencia me brindaba calor y me bastaba. Y ahora, hay qué ver... Quince días hace ya que no me llama. Me pregunto: ¿tan poco le he importado para que con la primera tontaina que lo engatusa se olvide de su madre?

Me está costando tanto aceptar que la casa está vacía y no tengo a mi lado a ninguno de mis hijos... Echo de menos sus risas, sus músicas, sus discusiones, el participar de sus preocupaciones, de sus alegría...

No, si yo comprendo que mis hijos ya no son unos niños, y que tengo que admitir que tienen derecho a elegir su propia vida, ¡claro, faltaría más! Si yo eso lo entiendo perfectamente, es de pura lógica. Pero… ¿Por qué las verdades tan elementales son a veces tan difíciles de entender o de aceptar?... Si me detengo a reflexionar, enseguida me asalta la duda y me pregunto: ¿Dónde acaba el amor y empieza el egoísmo? Y no lo sé, ¿eh? De verdad que no lo sé.

Desde hace tiempo me martillea un sentimiento de culpabilidad al pensar que, quizás he dado a mi vida profesional mucho más que a la familiar.

Desde que nacieron los niños llevé siempre conmigo muchas malas conciencias. A veces me tranquilizaba, o por lo menos lo intentaba, diciéndome que estaba dando lo mejor que podía y que era preferible dar calidad que cantidad, pero el caso es, que también la calidad se resentía cuando llegaba cansada de un viaje. Y eso, tengo que reconocer que ocurría con demasiada frecuencia. Aún llevo clavada en el alma las preguntas que me hacían de pequeños: “¿Otra vez te va, mamá?” “¿Cuándo te vas a quedar aquí con nosotros?” “¿Cuándo vas a volver?” “¿Cuándo vamos a jugar contigo?” Cuando, cuando, cuando, siempre había un cuando que yo no sabía responder.

Reconozco que a este sentimiento de pérdida y mutilación que sufro desde que mis hijos se han marchado de casa, se ha sumado la problemática de que me hayan jubilado obligatoriamente mucho antes de lo previsto. ¡Y es qué es el colmo, que a mis cincuenta y seis años, me hayan considerado poco menos que un estorbo o un trasto viejo que ya no sirve para nada y debe ceder su puesto a otra persona más joven! ¿Y la experiencia qué? ¿Eh? ¿De qué sirve hoy la experiencia, si cuando estás en tu mejor momento prescinden de ti, sin tener nadie en cuenta los veintiocho años de trabajo y sacrificios que tú has dedicado a la empresa?... Ahora, precisamente ahora, es cuando yo tenía una capacidad de conocimientos y pericia, que me capacitaba cómo nunca para desempeñar mi cargo. ¡Qué injusticia, Señor! Está visto que hoy día lo único que se valora es la juventud, la imagen, y un cúmulo de títulos y masters. Nada más.

Mira que tuve que luchar hasta llegar a ocupar el puesto de directora de marketing. ¡Dios Santo! Con la firmeza que me vi obligada a demostrar mi valía en aquel mundo machista que me rodeaba. Fueron tantos años de estudios, de trabajo, de renuncias personales, de entrega y responsabilidad...

Me acuerdo como si fuera ayer, del día que Pablo llegó con la noticia de que nos trasladábamos a Barcelona. Fue a mediado del mes de septiembre, si no recuerdo mal. Nos habíamos citado para comer en casa de mamá, y estábamos a punto de sentarnos a la mesa, cuando me dijo que la compañía aérea a la cual había mandado hacía poco su currículum vitae, le ofrecía el puesto de director en la agencia de Barcelona. Yo no di créditos a sus palabras, me quedé atónita. Hasta que de pronto di una estampida y me encerré en el cuarto de baño llorando si tenía que llorar. ¡Qué risa! Bueno, ahora me río pero entonces aquello fue una tragedia para mí. Pablo no entendió mi reacción, cuando precisamente él creía que me estaba dando una buena noticia. Así que con mil razonamientos de lo más convincente posible, me hacía ver lo positivo de ese traslado, mientras yo, con un mutismo absoluto que sólo era interrumpido por algún que otro hipido, me resistía a aceptarlo. Y es que hay que reconocer que no era para menos. Sólo hacía dos meses que nos habíamos casado y que habíamos estrenado nuestro piso, que aunque pequeño, jamás, el cambio para mejor que hicimos posteriormente de vivienda, me produjo la misma ilusión. Y no sólo me apenó tener que renunciar a él, sino también alejarme de mi ciudad, de mis amigos… y sobre todo de mamá.

El traslado supuso un gran sacrificio para mí. ¿Qué tal vez mereció la pena? Pues sí, quizás sí. No cabe duda de que aquí, en Barcelona, se me abrió un abanico de posibilidades para comenzar una nueva vida mucho más activa e interesante que la que llevaba en Cádiz, eso está claro. Primeramente porque me sentí más libre para considerar lo que yo anhelaba: la posibilidad de encontrar un empleo sin tener a mamá y a mis suegros coartando, como anteriormente ya lo habían hecho, mi deseo a trabajar fuera de casa. La primera vez que se lo sugerí a Pablo por supuesto que no aceptó. Le pareció absurdo ¿Trabajar para qué? Recuerdo que exclamó asustado como si le hubiese dicho que me iba a tirar por la ventana. ¿Acaso te falta algo? Me preguntó. Y es que este hombre ha sido siempre tan conservador, tan chapado a la antigua y tan machista, ufff... Eso que en aquel entonces sólo tenía veintinueve años, y vacilaba de niño moderno. Pues aún así opinaba, que todo hombre que se preciara tenía que valerse por sí mismo para tener a su mujercita alimentada, vestida y protegida en casa. Así que por esa misma lógica, lo mismo mamá que él, dieron por sentado antes de casarnos, que lo correcto y lo normal era que yo dejara mi trabajo (el que tenía en las oficinas de aquellos grandes almacenes, y con el que yo estaba tan contenta). Protesté, pero no me sirvió de nada. Ellos ya habían tomado aquella decisión sin contar conmigo, y todos mis razonamientos fueron desechados como puros disparates.

La verdad es que Pablo siempre estuvo muy influenciado por su padre, ¡ya lo creo!... Y con respecto a mamá ¿cómo hacerle admitir que sus principios, sus costumbres y sus convicciones se estaban quedando anticuada? ¿Es que pretendes dejar a Pablo en mal lugar? —recuerdo que me decía— Tú no necesitas trabajar hija, tú serás una señora de tu casa. Ella estaba muy orgullosa de su futuro yerno, se pasaba el día repitiéndome la suerte que yo había tenido de encontrar un muchacho de tan buena familia y con una posición económica tan desahogada. Luego, casi siempre terminaba diciendo que más suerte había tenido él conmigo... Pobrecita mía...

Al cabo de un tiempo aquí, en Barcelona, comencé a sentir un soplo de aire fresco. Me valoré más, y tuve claro que debía prepararme para trabajar y ser autónoma, porque cada vez tenía más claro que lo único que a una mujer nos puede hacer libre es la independencia intelectual y económica. Así, que por lo cual, le dije un día a Pablo cortando tajantemente sus argumentos: Mira, querido: solamente yo, y nadie más que yo, va a decidir si trabajo o no. ¡Jajajaja! Qué gesto puso… Parece que lo estoy viendo.

No lo tuve fácil. Pero vamos, ni mucho menos. ¡Porque anda que no pasé por empleos mal remunerados! Por las tardes, al terminar mi jornada laboral, asistía a clases de inglés, y cada vez al llegar a casa, seguía escuchando el mismo sermón de Pablo sobre lo absurdo de lo que yo estaba haciendo. Pasó el tiempo, y un buen día mi vida dio un giro cuando me admitieron, como auxiliar administrativa, en una multinacional de productos químicos. A partir de aquel momento mi anhelo de superación fue una constante que no abandonaría nunca y que al cabo de los años se me reconoció. Nunca hubiese imaginado que avanzaría profesionalmente como lo hice. Me enfrenté a ese mundo laboral bajo una apariencia de trabajadora concienzuda que lo tenía todo controlado. Yo quería dar todo cuanto podía de mí y cada vez era más exigente conmigo misma. Deseaba ser perfecta como madre, como ama de casa, como profesional, y hasta como esposa, anticipándome a las necesidades de mi marido. (Aunque muchas de las veces, agotada por todo un día de trabajo, lo que yo interpretaba bajo las sábanas era un puro teatro, eso también es verdad, tengo que reconocerlo) No es que yo fuese ambiciosa, es que actuaba como una máquina dispuesta a vencer cualquier obstáculo. Sin embargo (y también lo reconozco ahora), bajo ese porte se escondía una sensación de no estar haciendo nada lo suficientemente bien, y eso me producía a la vez unos sentimientos de culpa y de vacío, que no comprendía a que podía deberse. ¿Acaso no tengo una pareja perfecta? Me preguntaba ¿No tengo unos hijos maravillosos, una casa preciosa y un trabajo que me llena? Y es curioso, nunca supe la respuesta…. Quizás aún no la sé.

Y ahora me pregunto: ¿qué ha sido de aquella mujer decidida, luchadora y eficiente que era yo? Porque la imagen que el espejo me devuelve ahora, es la de una desconocida avejentada, insegura y temerosa, que va de médico en médico y de fármaco en fármaco, buscando desesperadamente que algo o alguien ponga remedio a su estado anímico tan destruido.

¿Será posible que con el paso de los años haya fracasado en todo?... Como madre no he sido capaz de entender a mis hijos, como profesional he sido borrada de un plumazo, como ama de casa exigente con la limpieza y el orden, he pasado a que me importe un pimiento como esté todo, y de una esposa cariñosa que intentaba con éxito ser una buena amante, he pasado a ésta otra, que no sólo es que no experimente la más mínima satisfacción con su pareja, sino que le revienta cualquier intento de acercamiento que él haga.

Creí que hoy tendríamos un día lluvioso, y veo que amanece radiante… Mi mente compulsivamente charlatana, se queda muda contemplando la salida del sol...

¡Dios, qué maravilla!..

                                                   Maite García Romero