El que quiera escribir algo, que lo escriba. El que quiera publicar algo, que lo reescriba.

Preocúpate de empezar la obra, que la obra ya se ocupará de crecer.

jueves, 3 de agosto de 2006

EL ÚLTIMO ALIENTO

Magritte (les amants)
Sentía mis manos frías a pesar de que la calefacción estaba a tope, y separé una del volante para calentarla con mi propio aliento. Conecté la radio. Escuché que estaban dando las primeras noticias de la mañana y busqué otra emisora. Sonó Stravinski en una de música clásica y la dejé. Me sentía mal, tenía náuseas, estaba destemplado y por más que lo intentaba no conseguía distraer mi imaginación, era cómo si me estuviese hundiendo en un cenagal de emociones confusas porque no podía concebir el hecho de haber perdido a Iván.

Sonaba Bach cuando el coche rodaba ya por la carretera de la costa bordeando el mar, y a través de la música podía escuchar los graznidos de las gaviotas. Me pasé una mano por la frente húmeda, me encontraba algo mareado y llegó un momento en el que me sentí incapacitado para continuar el viaje, por lo que abandoné la carretera y aparqué junto a un peñasco. Apagué la radio y me quedé escuchando el ruido fuerte del mar embravecido durante un rato. Aquella soledad que experimentaba esa mañana era tan profunda cómo el mismísimo océano que se extendía ante mí.

Al rato, salí del coche. El viento alborotaba mis cabellos y las lágrimas me nublaban la vista mientras bajaba varias rocas escalonadas. Al poner los pies en la arena me derrumbé sobre ella sollozando.

¡Qué absurdo es todo! ¡Qué absurdo!... Terminas la carrera con unas notas brillantes, consigues situarte en tu profesión, encuentras a la persona más maravillosa del mundo por la cual un día decides romper con todos los tabúes y obstáculos que desde niño habías sufrido en silencio, y gritas a los cuatro vientos tu homosexualidad, tu sensibilidad, tu ternura, tu humanidad, todo lo que tú eres y todo lo que tú no eres. Tu parte buena, tu parte mala. Tú, todo tú como persona. Pero libre, sin sentirte inmoral como te habían inculcado, sin sentirte raro, ni enfermo, ni pecador; sino cómo toda obra de Dios perfecta; cómo humano, aprendiendo.

¿Y todo para qué! ¡Para qué! Grité golpeando fuertemente la roca. Cuando crees que la vida te sonríe te dan el batacazo y lo pierdes todo, ¡Todo! Iván me enseñó a pensar, lo que no me enseñó fue a vivir sin él ni a tener el valor para morir por él.

Me incorporé y retrocedí para tomar asiento en una piedra con la cabeza hundida entre las manos. Al cabo de unos minutos levanté la mirada hacia el horizonte, y permanecí con la vista clavada en la espuma blanca de las olas que corrían sobre la arena arrastrando algunos peces muertos sin aletas. Las gaviotas chillaban y se remontaban sobre el oleaje, otras bajaban en picado desde el cielo. Yo intentaba pensar y no podía, intentaba saber y no sabía nada.

Al cabo de un rato me incorporé y sequé las lágrimas. Me pasé una mano entre los cabellos y hurgué después en los bolsillos en busca de un cigarrillo. Cómo no encontré la cajetilla en ellos, me levanté y caminé tambaleante hacia el coche. Encendí un pitillo y volví a sentarme otra vez en el mismo lugar. Eché la cabeza hacia tras, aspiré profundamente con los ojos entornados, mientras el rostro de Iván se dibujaba en mi cerebro y nuestro primer encuentro venía a mí.

Cuando conocí a Iván Reing hace ahora catorce años, mi vida cambió por completo. Fue una mañana del mes de junio. Yo entonces era residente de tercero de medicina interna, y ese día hacía unos veinte minutos que había comenzado la consulta cuando la enfermera hizo pasar al tercer enfermo. Me encontré con un joven de unos veinticinco años, de cabellos rubios y largos que recogía en una coleta, que medía casi dos metros de estatura, y que en todo momento mostraba una compostura exquisita. Dijo venir de parte de mi amigo Daniel Sampedro. Una vez sentado frente a mí, intentó dar un rodeo para explicar el motivo de su consulta, hasta decidirse por fin a revelarme la duda que le consumía desde hacía algún tiempo. Su voz, a la vez de grave era modulada.

En un primer momento abordó el tema con reserva. Dijo ser reportero, en periodo de prueba, de un conocido periódico de la localidad, desde que acabó la carrera, hacía poco más de un año. Que durante tres años, su amigo y él habían convivido juntos y que Damián, que así se llamaba su compañero, acababa de fallecer víctima del SIDA.

Según expresó, él siempre se había negado a hacerse las pruebas de serología VIH, quizás por miedo o quizás por dejadez, el caso es que, últimamente, la idea de estar contagiado le estaba torturando.

Cuando a la semana siguiente volvió a mi despacho para saber los resultados de las pruebas analíticas, advertí, nada más verlo entrar por la puerta, el gran estado de nerviosismo que traía. Su rostro estaba pálido, las manos se las estrujaba, tosía, se atusaba el pelo y no me enfrentaba la mirada.

–¿Están? –Me dijo al cabo de unos segundos, entre carraspeo y carraspeo.

–Sí –le contesté.

–¿Y...?

—Ha dado positivo —le dije.

La noticia que le acababa de dar lo dejó estupefacto. Preso de una gran angustia, se levantó de la silla y comenzó a pasear de un lado a otro del despacho. Intenté convencerlo de que eso no significaba que el desarrollo de la enfermedad fuese inevitable. Busqué palabras que le proporcionaran un poco de consuelo, pero viendo que en ese momento todo mi intento era inútil, le propuse que esperase unos minutos a que yo terminara la consulta, y me acompañase a comer.

Fuimos a un restaurante acogedor y confortable de esos que uno puede perder la noción del tiempo en una sobremesa. La luz era cálida y la suave música que envolvía el ambiente creaba una atmósfera propicia para mantener una conversación.

Nos enfrascamos en una charla que cada vez se iba haciendo más tranquila y relajada, mientras que a mí me daba la impresión de conocerlo desde hacía tiempo. Comenzó contándome que era hijo de una familia acomodada y que siempre había disfrutado de una situación económica envidiable. Sin embargo, me dijo que en lo afectivo padeció de una falta de protección y cariño lo mismo por parte del padre cómo de la madre que se divorciaron siendo él aún muy niño. Al padre, que había contraído un nuevo matrimonio, apenas si lo veía un par de veces al año. Y a su madre, que vivía en Norteamérica desde que se casó con un rico industrial, sólo pasaba las Navidades con ella.

Durante la conversación, me confirmó que había hecho uso masivo de diversas sustancias tóxicas y que había sido un homosexual muy activo. A veces se le nublaban los ojos, y yo, con un apretón de mano, le animaba para que continuara y se desprendiera de todo aquel pasado.

Se levantó una batalla de confesiones mutuas que disipó la distancia del desconocimiento que antes existía entre nosotros. Y cuando tres horas después, sentados en una cafetería degustábamos una bebida, Iván parecía un hombre nuevo, y lo mismo él que yo, reímos más de lo que yo recordaba haberlo hecho desde hacía mucho tiempo. Al salir a la calle, fuimos paseando mientras unas nubes cruzaban el cielo y el aire que había soplado durante toda la mañana limpiaba algo la atmósfera de la contaminación.

A partir de aquel día, ya nada volvió a ser igual para mí. Iván me sacudió emocionalmente más de lo que yo nunca hubiese imaginado. Ocupaba todos mis pensamientos y me sentía incapaz de tener plena concentración en mi trabajo, por lo que al mes siguiente, decidimos irnos a vivir juntos. Estábamos decididos a compartir nuestras vidas y a compartir nuestros sueños e ilusiones, por encima de cualquier obstáculo que se nos pusiera por delante.

Pasaron catorce años, en los cuales le descubrí algo que él no había sentido nunca en su vida; que alguien lo amaba. Jamás existió un minuto en nuestras vidas en común, que cayese en la rutina o el aburrimiento porque Iván con su forma de ser lo impedía. El comportamiento que tuvo durante todo esos años me permitió afirmar la extraordinaria grandeza de su alma y la dimensión espiritual que poseía. Conectaba con sorprendente naturalidad, con cada ser humano que se cruzaba en su vida, falto de calor y amor. Colaboraba en varias ONG para solidarizarse con todos los millones de personas, que cómo corresponsal, veía a través de recorrer los países más pobres y deprimidos, así como los que estaban sumergidos en un mundo de terror y muerte a causa de una absurda guerra.

Después de haber permanecido durante varios meses en distintos países tropicales, realizando unos trabajos, al regresar a España éste último mes de marzo, lo encontré pálido y demacrado. Comprobé que desde hacía varios días sufría una intensa fiebre y diarrea crónica, además de una persistente tos. Al principio, pensé que podría tratarse de una disentería, amebiasis o tifoidea, por haber permanecido precisamente en esos países, sin embargo, esos desórdenes asociados a una tos seca y rebelde, no tenía razón de ser.

Lo hice hospitalizar, y a partir de ese momento comenzamos un desfile de pruebas hasta tener el diagnóstico definitivo: la enfermedad estaba totalmente desarrollada. Múltiples nódulos vasculares eran la manifestación del sarcoma de Kaposi que ya se había manifestado también en las vías gastrointestinales y pulmones.

Iván aceptó la enfermedad con tal entereza, que más parecía haber hallado en ella paz que sufrimiento. No sólo fue capaz de ser feliz, sino de dar amor a manos llenas, por lo que encontró multitud de amigos entre los demás enfermos y el personal.

Él sabía perfectamente lo que le esperaba, había asistido ya a la terrible agonía de tres de sus amigos. “No quiero irme de esa forma, Ignacio —me decía— cuando llegue el momento, sédame”.

Al llegar el otoño Iván no pesaba más de cuarenta y cinco kilos. Durante ese tiempo puedo decir que disfrutamos plenamente de la unión de dos almas gemelas que se encontraron más allá del sexo, más allá de la enfermedad y más allá de la muerte.

Cuando llegó el momento final, quiso despedirse de todos sus amigos sin lágrimas, sin ningún tipo de tristeza. Poco a poco se fue llenando la habitación de todas las personas que le querían, que le habían cuidado con generosidad y competencia, y que habían contribuido a suavizar una larga y difícil prueba.

Todos estábamos ante él para darle el último adiós. Ramos de flores adornaban la habitación, y a través del murmullo de aquellas personas que fingían sonreír, las suaves notas del cántico de Jean Racine, de Fauré, inundaron la estancia, provocando un maravilloso sosiego que se vio reflejado en cada uno de nosotros.

Cada vez le costaba más trabajo respirar. Su garganta emitía un ronquido en cada esfuerzo que hacía por aspirar, mientras yo retenía fuertemente una de sus manos, y acariciaba su rostro. Llegó un momento en que viendo ya la fase en la que se encontraba, me levanté y cogí una jeringuilla con cloruro mórfico que había sobre una batea en la mesilla.

–No, aún no –susurró cuando iba a proceder a inyectárselo.

Su rostro, a pesar de la disnea que se agravaba por momentos, tenía un gesto sereno, casi radiante diría yo. Por un momento, paseó su mirada de uno en uno tratando de expresarnos su agradecimiento en silencio. A continuación la volvió hacia mí, esbozando una leve sonrisa.

–Te quiero –susurró.

Con estas palabras, lo que le quedaba de vida, se agotó.



Cuando abrí de nuevo los ojos, todo aquel entorno me pareció distinto. Percibí una sensación de sosiego flotar en la atmósfera, e incluso, tuve un sentido diferente de la visión que momentos antes había tenido de esa patética playa, cuyos desperdicios y peces muertos se hallaban esparcidos por la arena. El tiempo parecía haberse detenido durante todo el rato en el que estuve reviviendo nuestras vidas.

Recordé las últimas palabras de Iván una vez más: La muerte no es el fin, Ignacio, ahora estoy seguro…

Eché la cabeza hacia atrás y entorné los ojos mientras oía el sonido de las olas rompiendo en la playa. Por primera vez descubrí que era un sonido agradable y sedante, un sonido épico e inmutable que me transportaba fuera de mí mismo y a la vez acallaba todos los sentimientos que horas antes gritaban en mi interior. Sentía a Iván tan cerca de mí como si se hubiese asentado en mi corazón, y sonreí contemplando las caprichosas figuras que dibujaban las nubes en el cielo a la vez que las gaviotas trinaban enérgicamente y el sol centelleaba sobre el agua produciendo chispas de luz que se movían de un punto a otro de las olas.

Al aceptar la muerte de Iván, sentí de inmediato una gran sensación de alivio. Era como si tuviese un concepto de la existencia completamente nuevo, un concepto de que todo lo que me rodeaba era perfecto y estaba vivo.

Estuve reflexionando durante tanto tiempo que se hizo la noche. Cuando me puse en pie y extendí los brazos desperezándome, las gaviotas habían desaparecido de todo aquel entorno y el único sonido lo constituía el ininterrumpido romper de las olas. Según me dirigía hacía el coche, inhalé con fuerza aquel nuevo aliento de vida que me penetraba.

Mi querido Iván –musité elevando la vista– no sé el tiempo que me quedará aún por estar en éste mundo, pero lo que sí sé, es que algún día nos volveremos a reunir.


                                                               Maite García Romero