El que quiera escribir algo, que lo escriba. El que quiera publicar algo, que lo reescriba.

Preocúpate de empezar la obra, que la obra ya se ocupará de crecer.

jueves, 14 de septiembre de 2006

ENCUENTRO EN LA GALERÍA BORGUESE

Finalista del 1er Certamen Internacional Toledano Casco Histórico, de relatos Certamen Internacional Toledano “Casco Histórico”

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Amanece mansamente mientras sentada junto al ventanal de mi cuarto te escribo ante una taza de café bien cargado. Oigo como se va acercando el camión de la basura, como frena, voltea y tritura los deshechos produciendo un ruido infernal que alevosamente, diría yo, sobresalta el sueño de los sufridos vecinos, para luego volver a arrancar y repetir el mismo ágape putrefacto bajo mi ventana. Según se va alejando y se desvanece el zumbido del camión, percibo las pisadas descalzas de la vecina de arriba que inicia la secuencia de los mismo soniquetes de cada mañana: golpeteos de ducha, repique de tacones, o rumor de radio, estornudos o carraspeos, llaves afianzando, discusión agarrotada o risitas somnolientas y ascensor en movimiento.

Acallo mis sentidos y paso a comentarte que hoy soy yo la que necesitaría tu ayuda, tus sabios consejos sobre la manera en la que debo vestirme, maquillarme o el aroma perfecto a elegir para que mi amado caiga rendido a mis pies. Sé que te habré sorprendido, que desearás saber quién es ese hombre que ha hecho despertar de nuevo en mi alma esa llama que se apagó hace ya tantos años. Te diré, simplemente, querida hermana, que es un ser extraordinario. Gustavo, como así se llama, es una persona de las que no es fácil hallar a menudo y de las que no pasan desapercibidas porque emana una especie de vibración capaz de despertar simpatía y admiración en todos cuantos le rodean. Le conocí hace poco más de un año durante mi estancia en Roma. Fue una tarde en la que me encontraba visitando la Galería Borguese, cuando al cabo de dos horas, al pasar de nuevo ante el cuadro de Caravaggio, "Baco, pequeño enfermo", no pude resistir la tentación de sentarme frente a él una vez más. Volví a recrearme en su amarga sonrisa, en la expresión profunda de sus melancólicos ojos y en aquella mirada penetrante que parecía observarme. Me sentí cercana al alma atormentada del artista, partícipe de aquel torbellino de sentimientos que logró infundir en el pálido rostro del joven Baco, y admiré subyugada su obra. Estando en esta contemplación percibí que alguien tomó asiento junto a mí. No hice intención de volver la cabeza, total no me importaba en absoluto quien pudiera ser mi acompañante en ese momento, así que continué suspendida en la obra, hasta que al cabo de unos minutos me sobresaltó una voz masculina:

             —¿Española, verdad?

            —Pues sí –contesté algo sorprendida.

           —Perdón, si la he sobresaltado —se disculpó en un perfecto castellano. Sin despegar la vista del cuadro hice un ademán restándole importancia.

          —Caravaggio, admirable —comentó él seguidamente—, un reaccionario contra las convenciones del manierismo, un artista de talante realista, directo y hasta brutal, diría yo.

Por primera vez lo miré abiertamente. Y opiné:

         —Los contrastes de luces y sombras son quizás violentos, pero por ello mismo, bellísimo.

        —Claro, eso fue lo que configuró su propio estilo: el tenebrismo —me explicó. Examiné por un momento su rostro, y le pregunté:

        —¿Admira especialmente a este autor, verdad?

       —Sí, efectivamente —respondió esbozando una sonrisa—, por eso decidí escribir un libro sobre él. Sobre él como hombre, como un ser humano luchador e inconformista, más que como artista.

      —¡Ah, que interesante! —exclamé. Y sin apenas darme cuenta, el joven Baco pasó a un segundo lugar para mí en ese momento.

Gustavo del Valle es… ¿cómo te diría? Es de un temperamento vigoroso y equilibrado. Es un hombre abierto, libre, de tolerancia sin igual, que posee un increíble encanto personal y que consiguió despertar en mí una gran ternura y admiración. Alto de estatura, cabello gris, cincuenta y nueve años de edad, facciones armoniosas, hablar pausado y un gesto de lo más simpático. Todo él irradia serenidad. La serenidad de una persona que ha logrado una vida llena de sentido y por eso en ningún momento necesita forzar su comportamiento. Es como si estuviese envuelto en un aura de naturalidad que me hace sentir cómoda, que me sugiere la tranquilidad, el sosiego de una obra de arte exquisitamente trabajada, en contra del mundo ruidoso y vacío que me rodea. En 1994 se casó con Marina Blaiker de la que se separo a los cuatro años siguientes por la incompatibilidad que existía entre ambos caracteres. La frivolidad de ella chocaba con la sencillez de un hombre que deseaba en lo más hondo una vida familiar apacible, alejado de ese ambiente de ruidosa algarabía de fiestas en la que siempre estaba inmersa su mujer. Intentó hacer coincidir su mundo con el de ella, pero fue incapaz de lograrlo. Cuando se quedó solo comenzó a escribir. Alternaba su trabajo como profesor en la facultad de Filosofía y Letras, con la escritura. Y si con la primera novela ya obtuvo éxito, sería con el tercer libro con el que ganaría renombre y prestigio como escritor.

Gustavo es el silencio preñado de poesías, Laura. Es el silencio en el cual tiene cabida todas las cosas bellas y las cosas simples. Lo lucido, lo deslucido, lo estético, lo antiestético. Él ama la vida en todas sus facetas, igual que ama a mi persona. A través de sus gafas de fina montura, sus ojos azules me miran siempre con ternura. Ha conseguido que me sienta joven, vital, hermosa; ha conseguido convertir en cisne al más feo de los patitos porque mi nariz grande la encuentra bella; mis celulitis, sensuales; mis pequeños ojos, dice que tienen un encanto pícaro que le fascinan; y como ser humano, dice que soy única, que soy la mujer que ama, la mujer de su vida. A mis sesenta y dos años, en plena madurez espiritual y física, he encontrado el amor de verdad, querida hermana. El más completo y satisfactorio que nunca hubiese podido imaginar. Junto a él siento renacer un cúmulo de reacciones vitales que nunca antes había experimentado porque me siento elevada hasta las más altas cimas de la dicha. Su sensibilidad, su carácter y su amor hacia mí, consiguen emocionarme hasta extremos inconcebibles. Sé que nunca podría prescindir de él, de su presencia, de su amor, de su apasionada entrega. ¿Hasta que punto ha transformado mi pensamiento? Ya no sé si cuando hablo de él, lo hago objetivamente o estoy inventando un personaje a mi medida. Ni sé donde termina él y empiezo yo. Sólo sé que mi alma renace de nuevo. Que Gustavo me ha transportado a un amanecer lleno de colorido en el que sólo vivo para amar y ser amada; en el que caminamos muy juntos por las cuestas y reímos como niños bajando las laderas. El próximo cinco de octubre pensamos casarnos. De momento, de nuestra compenetración, nace una convivencia sin prisas, apacible, íntima. Un hombre y una mujer que sólo se plantean vivir al máximo cada día que pasa, sacándole lo más hermoso a la vida. Que aprovechan y gozan del fin último de sus anhelos, y que en el paisaje de su intimidad se sienten cómplices en el amor, en la sexualidad y en los sueños. Me siento feliz, hermana mía, afortunada.
¡Me siento viva!


                                                                         Maite García Romero

LAS MUJERES DE LOS ÚLTIMOS CUARENTA AÑOS

Chales W. Hawthorne
Después de leer anoche tu carta, no he dejado ni un momento de pensar en ti. Me preocupa el estado en el que te encuentras, por eso, deseosa por escribirte antes de salir para el trabajo, me he levantado nada más despuntar el día. Hoy ha amanecido una mañana agradable, salvo la niebla estancada como un fino y metálico puré que cae sobre Madrid. He aspirado profundamente el aire mañanero, como suelo hacer todos los días, y sólo el paso de algún que otro coche y el piar de los cientos de pajarillos que revolotean entre los árboles, compone el runrún de la calle a estas horas.

Creí que hoy amanecería un día lluvioso porque anoche cuando regresaba a casa cayó una lluvia torrencial acompañada de una tronada, de esas que tronchan las flores y salta sobre las tejas, como balas que rebotan, llenando de tierra las piscinas, terrazas y todo lo que queda a su alcance. Quizás, debido a esa borrasca que se avecindaba y a la ola de calor tan anormal para esta época del año que estábamos padeciendo, es por lo que ayer me levanté con una pesadez de cabeza que me tuvo todo el día apática y sin ganas de nada. La tarde en el despacho se me hizo interminable, parecía que cada uno de los problemas que escuchaba de boca de mis defendidos, se empujaban unos a otros para acoplarse en mi cerebro despertándome un intenso dolor de cabeza. Cuando por fin salí a la calle, el sofocante calor del día había cedido y una brisa embalsamada me hizo sentir algo de alivió mientras caminaba despacio desentumeciendo las piernas.

Anduve durante un buen rato ojeando los escaparates de algunas boutiques que iba encontrando a mi paso, hasta que desemboqué en la Plaza Mayor y opté por sentarme en una de sus terrazas a tomar un café. El crepúsculo convertía ya a la plaza en un rompecabezas de color de espliego y el aire era una ráfaga de polen que me provocaban los continuos estornudos típicos de la alergia primaveral, que como tú sabes, padezco desde hace años. El murmullo de las conversaciones en distintas lenguas que procedían de las mesas próximas a la mía, ocupadas por extranjeros, me dio la sensación de estar en otro país y eso me hizo pensar en el tiempo que hace que no disfruto de unas vacaciones. Aunque parezca extraño, después de tanto viajar, después de tantas buenas dosis de Europa y América que he absorbido, ahora disfruto hasta el máximo de los gloriosos frutos de la pereza. He descubierto, que en el fondo, después de tantos años de movimiento y trabajo, soy una mujer perezosa y feliz que lleno mi tiempo libre contemplando algunas obras maestras, leyendo, metiéndome en un cine o un teatro, vagando por la ciudad, o sentándome en un café con algunos amigos a charlar durante horas. Y es que aquellos vientos de inquietudes aventureras que me invadieron en antaño, se han apaciguado de tal manera que sólo, esporádicamente, una breve brisa me arrastra hacia algún lugar perdido del mundo en el que sigo disfrutando de mi feliz y relajante ociosidad.

Mientras miraba sin prestar demasiada atención a los transeúntes que desfilaban ante mí, o en el cielo desvaído donde la luna pálida se cernía sobre los edificios, rememoré la tarde que estuvimos las dos en ese mismo lugar la última vez que estuviste en Madrid.

¡Qué bien lo pasamos ese día! Recuerdo el almuerzo que compartimos en el mesón más típico de la ciudad, como uno de los mejores de mi vida. Nos alegró tanto el ánimo aquella comida y aquel vino tan extraordinario, que hablamos y reímos hasta por los codos. Después, sentada en esa misma terraza de la Plaza Mayor, mientras degustábamos un café, fuimos recordando y analizando nuestra adolescencia y juventud en la España franquista de los años sesenta.

¿Cómo no acordarme del día en que llegó Raúl con la noticia de vuestro traslado? Me parece estar viendo ahora la expresión de tu cara, y el tono airado de mamá cuando le espetó a Raúl que bien podía haber esperado a que terminásemos de comer para darte la noticia. Durante la comida recuerdo que hubo un silencio aplastante y tenso. Raúl no dejaba de observarte, y tú, no levantabas la vista del plato. Le increpaste, llorando, que era lo que pretendía llevándote a un país en el que no entendía la lengua y en el que ibas a estar tan lejos de la familia. Él se levantó, se acercó a ti y te tomó entre sus brazos, secándote las mejillas. Mientras te besaba una y otra vez, tú seguía reprochándole su alocada decisión.

Con el paso del tiempo te he escuchado varias veces decir que aquel puesto que le ofrecieron a Raúl, era tan gratificante económica y profesionalmente, que mereció la pena el sacrificio. ¿Pero y el mío, Lucía? ¿Mereció la pena el sacrificio que supuso para mí el que tú te fueses tan lejos? Mi dolor pasó desapercibido para todos porque nadie fijó su atención en mí, sin embargo, aquella noticia de saber que te alejabas me dejó helada.

Para mí la vida era tú con tu risa, tu alegría, tu complicidad. Yo estaba orgullosa de esa manera de ser tuya. Nunca te sentí mayor ni distante, sino tiernamente sensible y cómplice. Tú eras mi apoyo, tú eras el timón que me dirigía y al que yo me aferraba cuando algún vaivén desajustaba mi marcha. Me ilusionaba, quería ilusionarme con que fuésemos siempre así, pero lamentablemente la vida se presenta de una forma muy distinta a nuestros sueños, por eso me sentí como si me hubiesen dejado sobre una cuerda a punto de caerme.

Sentí miedo, Lucía. Sentí miedo de quedarme sola y desprotegida sin tu presencia. Te lo digo hoy después de treinta años. Aún recuerdo el sentimiento tan triste que me embargó ese día cuando os marchasteis. Mientras lavaba los platos no podía contener las lágrimas. Los fui apilando sin hacer ruido para que mamá, que se había quedado dormida en su sillón, no se espabilara y entrara en la cocina a ayudarme como solía hacer siempre. Ese día quería estar a sola con mi tristeza, pero mamá entró. Y entró con un gesto severo reprochándome a viva voz mi silencio:

     —¿Cómo es posible que no hayas dicho ni media palabras acerca del traslado de tu hermana? —me dijo—. ¿Tan poco te importa que se vaya? Porque esa es la impresión que has dado, hija, que te importa bien poco.

¡Qué poco me entendió siempre mamá! Tú sabes que cuando una realidad me desagradaba solía silenciarla. Quizás era algo que arrastré desde mi infancia, y quizás era porque desde muy niña ella se esforzó siempre en hacerme callar y jamás me animó a que me expresara. Por eso, seguramente, me quedó esa desconfianza hacia las palabras.

Hasta el último día mantuve la esperanza de que Raúl cambiase de opinión y rechazara aquel puesto de directivo. Pero no. No cambió y por ello le odié. Lo vi como a un intruso que había invadido nuestras vidas y que te iba alejando cada vez más de mí.

Cuando volvimos del aeropuerto la noche que os marchasteis, tenía una desazón que me roía el corazón y no me dejaba conciliar el sueño. Lloré bajo las sábanas igual que lo hice la primera noche después de haberte casado, porque al alejarte de mí se alejaba también el espejo en el cual yo me reflejaba. Nunca me había sentido segura de nada, mi autoestima y mi falta de identidad eran casi nulas. Desde que tuve uso de razón lo único que había hecho era admirarte ¡Deseaba tanto parecerme a ti! Deseaba tener ese carácter extrovertido, alegre y simpático que tu tenías, y no el tímido e inseguro que tenía yo. Deseaba tener esa belleza tuya, esa gracia que admiraban los hombres, y que admiraba mamá. Por eso repudié mi escuálido cuerpo carente de soltura y elegancia.

En aquellos años míos saturados de dudas, de complejos y soledad, eché tanto en falta unos besos, unos achuchones, unos ratos de risas, de juegos, de hablar, de sentirme amada, de sentirme importante al menos para mi madre. Pero no, para ella lo único importante era la educación, la compostura y las apariencias, cosa que nos imponía con extrema rigidez, como tú sabes.

Tú llegaste a ocupar en mi vida ese espacio cercano e íntimo que nunca ocupó ella. Me aferré a ti para no hundirme en la complejidad del mundo que me rodeaba, y por eso tu marcha fue un mazazo en mi corazón. Me embargó una soledad que con el paso de los años se volvería enorme.

Al quedarnos solas, si el carácter de mamá siempre me produjo temor, entonces, ese temor se hizo enfermizo. Fui incapaz de enfrentarme a ella, acaté sus órdenes, sus caprichos y sus críticas sin decir esta boca es mía. Y a cambio, lo único que conseguí con ese comportamiento tan débil, fue enfurecerla porque decía que yo había heredado el carácter de papá.

Siempre fui consciente de que mi físico y mi manera de ser no eran un orgullo para ella. Además, sabía que contigo en ese terreno por supuesto que no podía competir. Sólo en uno podía lograrlo: en los estudios. Tenía facilidad para ellos, me gustaba y además de refugiarme en un mundo totalmente mío, era una forma también de ganar puntos ante sus ojos. Por lo cual, intenté sobresalir y me convertí en una empollona compulsiva hasta ser la número uno de mi clase. Pero no, no creas que lo logré porque tampoco en ese terreno me valoró. Se valoró ella a sí misma. Pasaba el día diciendo que diera gracias a Dios por haberme dado una madre tan condescendiente y sacrificada. Una madre que consentía en que yo llevase una vida burguesa, en vez de haberme puesto a trabajar que es lo que tenía que haber hecho. Y así, un día y otro y otro. Cada sobresaliente que sacaba, pasaba a ser un sobresaliente suyo. Mis éxitos, fueron siempre sus éxitos. Pero mis fracasos, fueron siempre mis fracasos.

Aún recuerdo la expresión de felicidad (y de temor, porqué no decirlo) que irradió su rostro el día que le anunciaste tu relación con Raúl... No era para menos, claro. Un niño del barrio de Salamanca perteneciente a una de las familias más rancias de Madrid, e hijo de un afamado arquitecto. Tú, una niña del barrio de Usera, e hija de una sencilla viuda de funcionario. En resumen: oposición por parte de una familia y miedo al fracaso por parte de la otra, y entre ambas, vosotros dos izando la bandera de vuestro amor por encima de las trivialidades sociales. Fuisteis reaccionarios de las exigencias burguesas, de las normas totalitarias y de los amores impuestos. Estabais empapados de una inquietud salvaje por vivir vuestra pasión, desafiando al absurdo mundo que os rodeaba.

En las largas noches que yo pasaba desvelada, vosotros erais los protagonistas de mis fantasías, yo, espectadora de primera fila de esa maravillosa película de amor que veía desarrollarse ante mí.

Tú eras preciosa, Laura. La luminosidad de tu mirada, tu sonrisa, el color de tus mejillas, toda tú eras la admiración de cuantos te veían. Todos te perseguían y te galanteaban. Era como si se formara a tu alrededor una especie de halo cálido que atraía a los hombres como la miel atrae a las moscas. Parecías una princesa, mamá siempre lo decía ¿recuerdas? "Hija, Dios se ha equivocado contigo, tú tenías que haber nacido en palacio".

Recuerdo una escena que parece que la estoy viendo ahora. Tú tendrías unos dieciocho años, estabas subida sobre una banqueta frente al espejo del armario, mientras mamá, arrodillada, te cogía el bajo de un vestido. Entre alfiler y alfiler, elogiaba orgullosa tu esbelta figura y comentaba lo fácil que era coser para un cuerpo que poseía tanta elegancia innata. Yo, sentada sobre la alfombra, a vuestro lado, observaba en ese mismo espejo mi rostro de quinceañera salpicado de granitos, mi nariz demasiado grande, mis finos cabellos sujetos en dos coletillas y mi desgarbado cuerpo de adolescente embutido en aquel uniforme colegial azul marino de cuello blanco almidonado.

No sabes como llegué a aborrecer aquella imagen que me devolvía el espejo cada vez que me miraba en él, ni puedes imaginar tampoco, el complejo de inferioridad, la angustia y la insalvable tristeza que padecí durante tanto tiempo.

El vuestro fue un amor grande, Lucía, muy grande. Tú vivías para él y él sólo existía para ti y los dos formabais parte del marco ideal para mis sueños. Aunque la naturaleza de vuestra relación aún era confusa para mí, especulaba lo que pudierais hacer o deciros cuando estabais a solas. Y en mis fantasías, actuabais como los protagonistas de la última película que había visto.

Hoy día soy consciente de las de tardes que os debí fastidiar con mi presencia, pero bueno, tú sabes que la culpa no fue mía sino de mamá, que por salvar tu reputación se empeñaba siempre en que yo tenía que acompañaros con la idea de frenar vuestro vehemente entusiasmo. A veces vuestra conducta hacía que me diera cuenta de lo inoportuna que era mi compañía para vosotros, y entonces solía ir a comprarme un helado con la intención de que pudierais exteriorizar vuestra pasión durante unos minutos a solas. Caminaba despacio por el Parque del Retiro hasta el kiosco, intentando hacer tiempo y a la vuelta, mientras lamía el cucurucho, contemplaba extasiada la escena que me ofrecíais sentados en aquel viejo banco de madera. Tu cabeza de pelos oscuros recogido en una trenza, descansaba sobre el hombro de tu amado, y él, con tal vehemente pasión rodeaba con su brazo tu cuerpo, que siempre arrugaba tu vestido de confección casera. No te imaginas como la intensidad de la pasión que se adueñaba de vosotros en aquellos atardeceres, provocaba en mí como un inexplicable estremecimiento... era algo ¿cómo te diría?... algo que cada día oprimía mi pequeña vida cargada de pesares.

Te preguntas ahora, que ha sido de esa mujer decidida, segura y animosa que eras, porque, actualmente, no eres ni tan siquiera su sombra. Teniendo en cuenta tu estado de ánimo, entiendo que la perspectiva que tienes en estos momentos de ti misma y de tu vida sea de fracaso. Y es que, generalmente, las circunstancias y pruebas existenciales que nos surgen, no se planean nunca, vienen de la noche a la mañana casi sin darnos cuenta, cogiéndonos desprevenidas, produciéndonos un choque emocional tan fuerte, que desmorona el concepto que teníamos de nosotras mismas.

Intenta comprender, Lucía, que esta es una etapa complicada en la vida de toda mujer. Es enfrentarnos a la marcha de los hijos; enfrentarnos a una jubilación anticipada o despido laboral casi siempre injusto; es mirarnos en el espejo y comprobar que nos vamos deteriorando, y es enfrentarnos a una soledad no deseada. Te comprendo perfectamente. Pero piensa, que por más que lo intentes tú no puedes cambiar esa realidad que te ha surgido. Aunque estés todo el día compadeciéndote, aunque te aísle en tu reducido mundo y te cobije en tus propios sentimientos de fracaso, miedos e inseguridad, no te va a servir de nada. Los médicos y los fármacos te pueden aliviar de alguna forma, pero eres tú, y solamente tú, la que puede llegar a una curación completa en el momento en que empieces a reconocer y a aceptar esa realidad que tienes ante ti.

Tú siempre fuiste el eje central de tu hogar, Lucía. ¿Por qué te culpabilizas ahora? Has luchado como la mayoría de las madres de nuestra generación, para que no les faltase a tus hijos nada de todo lo que carecimos nosotras; para que tuviesen la oportunidad de poder conseguir un nivel económico en el futuro desahogado. Tú fuiste ese rostro dulce y cercano que les comprendiste cuando estaban tristes, que los escuchaste cuando estaban angustiados y que permaneciste cerca de ellos para descubrirles un rayo de sol, cuando notabas que sus existencias se cubrían de nubes. Jugaste con ellos, reíste con ellos, pero fue en ti en quien recayó el peso de la educación. Fuiste tú, la que tuviste que mostraste en ocasiones más dura e inflexible que su padre; y fuiste tú, también, la que lloraste amparada en la oscuridad de la noche bajo el peso de una mala conciencia.

Sé, cuantos problemas has tenido que afrontar y cuantas batallas has tenido que librar. Aguantaste, no sólo a mamá, sino también a tus suegros cuando te reprochaban que estuvieras abandonando a tus hijos por ser una consumista insaciable, y te recordaban, hasta la saciedad, tus deberes de madre. Después estaba Raúl, con sus quejas, haciéndose siempre la víctima de que por un estúpido capricho tuyo ni los niños ni él estaban bien atendidos. Y tú, mientras tanto, ahogándote cada vez más en tantos sentimientos contradictorios que se alzaban en tu interior.

¿Te das cuenta, Lucía, de lo que hemos tenido que aguantar las mujeres de los últimos cuarenta años? ¿Te das cuenta de que nos han apabullado con remordimientos nuestros padres, nuestros hijos, sus profesores, sus psicólogos y por último, si alguno de los chicos salían contestatario, también los maridos?

Y hablando de remordimientos, recuerdo ahora la época en la que por varios motivos sospechaste de la fidelidad de tu marido. Durante una temporada estuviste alerta a todos sus movimientos e indagaste cada viaje que realizaba. Y lógicamente, tú recordarás mejor que nadie, cuando te anunció que iba a estar un par de días ausente por motivos de trabajo y lo sorprendiste en un parador, cerca de París, con su secretaria.

El descubrir aquel engaño te perturbó hondamente. Estuviste a punto de abandonarlo todo y venirte a España con los niños. Aquella decisión fue difícil para ti. Por un lado, se revelaba una mujer que deseaba seguir siendo ella misma con sus convicciones libres, por el otro, estaba la madre que temía perjudicar a sus hijos con esa separación.

Raúl te reprochó un comportamiento histérico y exagerado porque, según te dijo, esa mujer no significaba absolutamente nada en su vida. Mamá, cuando se enteró, volvió a condicionar tus acciones diciéndote que las mujeres siempre teníamos que procurar hacer la vista gorda a las aventurillas de los maridos, y que además, debías hacer un examen de conciencia para ver en que estabas fallando como mujer.

¡Ay qué ver las cosas que había que oír!... ¡El colmo! No sólo tuviste que cargar con los cuernos, sino que además, cargaste también con el remordimiento que te inculcó mamá de no haber sido capaz de estar a la altura de una buena esposa y amante. ¡Qué dura batalla fue la tuya! Detestabas tu situación de mujer engañada, pero sin embargo, lentamente y en contra de tu voluntad, te fuiste acomodando al modelo de mujer que se nos había impuesto desde siempre.

Lo que está claro, mi querida Lucía, es que entre una cosa y otra, durante todos estos años pasados, los problemas conyugales, afectivos y educativos de la sociedad contemporánea, han recaído sobre nosotras. Así que, por favor, ¡basta ya! Digámosle adiós al verano y dispongámonos, con ánimo y alegría, a recibir un otoño que puede ser muy bello si sabemos vivirlo, si sabemos encontrarnos a nosotras mismas para hacer nuestro camino sin que nadie tenga que marcárnoslo. Porque si físicamente hemos cambiado y ya no poseemos ese brillo en la mirada, ni esa piel tersa de los veinte años, y nuestra figura no es tampoco espigada como entonces, sí que podemos darle solución a nuestro mundo interior insatisfecho, pesimista y esclavo; y conseguir que brille dentro de nosotras esa luz que da la comprensión, y esa alegría que da una mente en paz.

Así que, Lucía, cuando la tristeza y la angustia te invada, haz un alto en tus quehaceres, intenta sentarte relajada ante el ordenador, con una taza caliente de lo que más te apetezca, y entre sorbo y sorbo cuéntame todo lo que te venga a la mente, todo lo que te preocupe en ese momento, todo lo que te esté causando sentimientos de tristeza o temor. Hazlo como si hablases conmigo en persona, como si estuviésemos de nuevo en aquella terraza de la Plaza Mayor compartiendo un café, ya verás como volveremos a pasar buenos ratos charlando, aunque sea a través de los e-mailes. En lo que no creas estar de acuerdo conmigo, discutiremos, reflexionaremos también. Tú sacarás tus propias conclusiones y yo las mías ¡Pero lo más importante, mi querida hermana! Las dos juntas intentaremos encontrar ese campo inagotable de paz, alegría y amor, que esconde la vida.

                                                                    Maite García Romero

Escrito en 1994.