El que quiera escribir algo, que lo escriba. El que quiera publicar algo, que lo reescriba.

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viernes, 6 de julio de 2007

UNA TARDE EN EL TEATRO

14 de noviembre de 2011
Llego al Teatro Alameda, miro el reloj: son las 18,57. Menos mal, creí que no llegaba a tiempo. Observo los rostros de Bertín Osborne y Paco Arévalo que me sonríen desde el cartel que está a la entrada y leo el título de la obra: “Mellizos”. Según comentaron durante una entrevista, decidieron unirse para presentar este espectáculo de humor creado por ellos con el sólo objetivo de hacer disfrutar al espectador. Entro en la sala. Acaban de apagar las luces. Efectivamente, al momento, viendo como ese público en su mayoría de jubilados se parte de risa, diría que Bertín y Arévalo lo han conseguido. El show ha comenzado con un monólogo de Arévalo que desde mi punto de vista lo podría catalogar como simplemente patético. ¿Cómo es posible que provoque tantas carcajadas esta bufonada, esta perorata machista, xenófoba y de una falta de respeto total? No lo puedo entender. Observo al comediante que haciendo un alarde de macho ibérico recrea una grotesca pantomima de cómo coge un billete en la calle sin agacharse por temor a que se le “encule un marica”. E insiste. Y repite una y otra vez apostillando de manera chusca y burlesca sobre el mismo tema homosexual en los que incluso hace alusión a personas sobradamente conocidas en el mundo del espectáculo televisivo. Y cuando abandona estos comentarios jocosos empieza la retahíla de escarnios y menosprecios a políticos en los que carga la tinta sobre las mujeres. Poco a poco al espectador corriente se le va borrando la sonrisa cuando llega a ridiculizar de manera burda y despiadada, a las hijas de un dirigente político. Según se alarga el monólogo yo me voy sintiendo mal. Siento que se me revuelve el estómago y les echo la culpa a los calamares fritos del almuerzo. Intento distraer la imaginación, olvidarme de los calamares y de mi tubo digestivo y presto atención al bufón. Con los ojos entornados sigo escuchando los chistes de gangosos y mariquitas que son coreados por las carcajadas de este público perfecto para Arévalo que da por sentado que es heterosexual y conservador. Y a los chistes le siguen los chascarrillos que suelta referentes a la telebasura. Críticas mordaces, chacotas y burlas a colaboradores y periodistas. Oyéndole arremeter a diestro y siniestro está claro que Arévalo está resentido con éste medio. Y oyendo a continuación los mismos chistes de siempre sobre pedos, está claro que Arévalo no ha tenido un mejor guión. Se producen estallidos de pedos simulados que retumban en la sala y estallidos de risas y palmas coreando esta chanza. Y cuando estoy a punto de vomitar, aparece Bertín vestido de esmoquin, entonando la balada romántica: Buenas noches señora acompañado al piano por Franco Castellani.

Me desarma. Simplemente me desarma cuando acabado el canto le escucho decir y reconocer, como si tal cosa, que lo suyo es echarle morro y que no debería pisar la tarima de un teatro. Lo observo detenidamente. Bertín continúa siendo aquel truhán, aquel caradura que cautivó a toda una generación con sus achispadas presentaciones de Contacto con tacto, vencido en aquel sofá. El recuerdo de aquella época empieza a revolotear en mi mente mientras escucho las rancheras y canción protesta americana que está interpretando. Regreso de nuevo al presente. Bertín ha empezado a marcarse un monólogo sobre sus experiencias juveniles con el esquí en las que se mofa de la mujer obesa que toma asiento junto a él en el telesilla. Se mofa del culo orondo y desnudo de la mujer que se desliza por la nieve al sufrir una caída cuando hacía pis. Sigue mofándose de la obesidad, sigue mofándose de la mujer. El monólogo se prolonga más de cuarenta minutos.

En el momento en que Bertín está cantando What a wonderful World mientras Arévalo, vestido también de esmoquin, baila una coreografía de ballet, sinceramente, no sé si lo que siento es una forma perversa de disfrute o una forma perversa de ternura o compasión. Continúo paseando la mirada por el escenario como si intentara atrapar al pequeño hombrecillo que salta y vira sobre la tarima, y me doy cuenta que estoy riendo. Minutos después Arévalo me descubre unas cualidades excepcionales como cantante.

Bertín, manos en los bolsillos del pantalón y sonrisa envanecida, desliza una mirada sobre el público y dice: “esto se ha acabado, gracias por venir a vernos”. Puestos en pie, los espectadores ovacionan durante unos minutos y acto seguido comienzan a abandonar la sala. Finalmente me levanto. Me cuelgo el bolso al hombro y miro el reloj. Las náuseas se me están pasando.


                                                           Maite García Romero