El que quiera escribir algo, que lo escriba. El que quiera publicar algo, que lo reescriba.

Preocúpate de empezar la obra, que la obra ya se ocupará de crecer.

jueves, 17 de julio de 2008


Cuando comencé a escribir Ora pro nobis, me posicioné como autora intentando describir, opinar, juzgar y sacar conclusiones, con la mayor riqueza de vocabulario y fluidez narrativa, propia de un estilo literario idóneo. No tenía en cuenta que en esa trama que yo había elaborado se hallaba Irene, la niña protagonista, intentando abrirse paso entre el laberinto de mis pensamientos.
Rompí más de cien folios escritos; tomé a Irene de la mano, la coloqué delante de mí y le permití que hablara. Le permití que llorase, que se enfadara, que riese a carcajadas, en definitiva, que expresara sus sentimientos como le diera la gana. Yo, simplemente, me dediqué a observarla, a percibirla. Y así, de esta manera, Irene consigue, con ese tono fresco y natural lleno de color y afecto, meterse dentro de nosotros y hacernos ver que vivir puede ser una aventura apasionante, aunque no sea cosa fácil tocar el cielo.
Ora pro nobis es una novela en la que propiamente el diálogo es acción y la acción es diálogo, la tristeza es alegría y la alegría es tristeza, donde reír y llorar es lo mismo.
El sistema dialogal que he adoptado en este libro, nos da una idea concreta de los caracteres de cada personaje. Estos se componen, o imitan más fácilmente, por decirlo de alguna manera, a las personas cuando con su propia palabra manifiestan sus sentimientos dándonos la magnitud, más o menos profunda, de sus acciones. La palabra del autor, narrando y describiendo, no tiene, en término generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual de los personajes, como con la virtud misteriosa del diálogo que es como vivir la aventura o el suceso en vivo y en directo.
La historia se desenvuelve en su primera parte, entre un ritmo apacible y divertido, amenizado por el candor y la ingenuidad de unos niños; como trepidante por el entorno riguroso y el sufrimiento que rodea la vida de estos mismos niños. En su segunda parte, Irene, llegada ya su adolescencia, nos sigue dejando el testimonio de una época y una sociedad, en la que unas personas que comparten un inalterable código de conducta, fuera del cual todo es un caos de mal gusto y vulgaridad, enturbian su natural desarrollo como mujer. Efectivamente, tanta respetabilidad y compostura, tanta costumbre fosilizada en prejuicios y ritos inconmovibles, donde todo se dice a media voz y cualquier temblor emocional, así como la cultura e incluso el sentido del humor se reprime a toda costa, consigue que su vida sea una incertidumbre, que esté siempre en eterna y terrible duda, que esté palpando en lo fatuo, y tropezando en la realidad.
Irene, solamente quiere vivir. Ser como cualquier chica de su edad; estudiar, reír, amar, soñar, imaginar… Quiere sentirse contenta, libre, pero no halla el camino adecuado para ello, por eso elige refugiarse en los sueños más dulces, en las ideas más bellas.
En términos generales, puedo decir, que he disfrutado escribiendo esta novela. Y el caso es que la he trabajado mucho; me he documentado exhaustivamente, y le he hecho por último una trilla (como se dice en el mundo literario) que casi me la cargo. Pero es curioso, mientras la escribía, en cierto modo, me aparté de tantas dosis diarias de guerras, homicidios, cotilleos, estupideces; y me escuché a mí misma; y me impacienté cuando las musas se retrasaban, y me emocioné con cada niño carente de amor y salud que pululaba en mi imaginación… Jugué y reí con ellos; me sentí cómplice del primer amor de una adolescente, cercana a unos seres que poseían la sorprendente grandeza, de saber disfrutar de todo sin tener nada. Y ahí está el quid de esta novela: en esa búsqueda que hacemos de la supervivencia y la dignidad humana, que siempre ha sido y será, la principal fuerza que mueve la tierra.

Maite García Romero


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