Ay, mi niño, si yo liberase
todos los sentimientos de amor y agradecimiento que siento por ti. Tú eres el
sentido de mi vida, hijo, a ti te debo los rasgos fundamentales de mi carácter,
todo el orden de mi existencia. Antes de tu nacer yo era una mujer resentida.
Resentida con una sociedad que me ignoraba y resentida conmigo misma porque no
ignoraba mi escaso atractivo físico. Fue quizás por ello que me volqué
exclusivamente en los estudios y me convertí en una joven inquieta por la
cultura, curiosa, aplicada, siempre destacando en ese terreno. Vamos, lo último que un joven de aquella
época deseaba en una mujer. Sólo cuándo se acercaban los exámenes era cuando
ellos también se acercaban a mí. Durante esa temporada tenía un enjambre de
chicos revoloteando a mí alrededor, pero eso sí, sólo para pedirme ayuda,
después, un “gracias” y si te he visto no me acuerdo. Aun así puedo decirte que
encontré más facilidad para conectar con los chicos que con las chicas, aunque
solamente fuese a un nivel de estudios. No sé, quizás la línea divisora que
existía entre ellas y yo era demasiado grande, me parecían arrogantes,
seductoras, coquetas, seguras de sí mismas, mientras que yo me veía
acomplejada, retraída, encerrada en un mundo opuesto y sólo espectadora y confidente
de sus conquistas y devaneo. Yo
no despertaba admiración ni interés en nadie, cariño, ni siquiera en mi madre,
o sea, en tu abuela, que es lo que más me dolía. Tenía la sensación de pasar
desapercibida para ella, porque jamás tuvo una frase que hiciera que me
valorara como mujer, al contrario, mi carácter débil, acomplejado, inseguro y
pesimista, se encargaba de implantármelo cada vez más profundamente con sus
continuos reproches y acusaciones. Y
así, al acabar la carrera, comenzaron mis temores. Y entre todos, el que más me hacía la vida imposible: el
temor a hablar en público. Imagínate con mi profesión. Imagínate, hijo, lo que
era yo en una sala de lo contencioso teniendo que hacer una defensa con el
corazón desbocado, la boca seca, la voz entrecortada y las manos heladas. ¡Un
desastre! Más de una vez estuve a punto de desmayarme y tuve que salir de la
sala, con el consiguiente aumento al temor de verme la próxima vez en semejante
circunstancia. Las crisis de pánico me asaltaban, no solamente mientras desempeñaba
mi trabajo como abogada, sino por cualquier otra circunstancia. Durante las
noches, insomnio y pesadillas; y por las mañanas, cansancio y agotamiento para
afrontar el nuevo día. Era, ¿cómo te diría?... un desgarrarse el alma en lo más
íntimo, como si otro “yo” se sobrepusiese al “yo” consciente y me aplastara. No
sé si me entiendes; quedaba rota, destruida, sin ganas de vivir. Una mañana en
la que el pánico me jugó otra mala pasada, dejando mi profesionalidad por los
suelos, llegué a casa tan descompuesta que tuve la imperiosa necesidad de
contárselo a mi madre, buscando apoyo en ella. ¿Quieres saber lo que me dijo?
Que yo no estaba a la altura de ejercer con éxito la abogacía. Después de oír
estas palabras me eché a la calle sin saber dónde ir. Me sentía aturdida,
exasperada, impotente, desmoralizada por completo. Saqué un tranquilizante del
bolso y con la propia saliva lo tragué ansiosamente. ¿Qué hacer? Necesitaba
hablar, necesitaba el apoyo de alguien ¿Pero a quién recurrir? Hacía ya más de
dos años que había terminado la licenciatura y apenas si conservaba una amistad
con mis antiguos compañeros de clase. Durante los años de carrera para ellos
fui la empollona en quién buscar ayuda y la persona en quien confiar sus
penas de amor, después, ni me entendía con la gente de mi edad ni la gente de
mi edad se entendía conmigo.
Al
pasar delante de nuestra parroquia, y ver la puerta abierta, sentí deseos de
entrar. Me apetecía estar en silencio y a solas conmigo misma. Y digo conmigo
misma y no con Dios, porque en Él no creía en absoluto. Creo que el fanatismo
exacerbado de tu abuela por todo lo concerniente a la religión, y su afán por
imponérmela de una forma drástica, debió de producir en mí un efecto contrario.
Desde niña odiaba asistir a misa los domingos o a cualquier otro culto
religioso, ya que la única explicación que recibí de ella cuando me hacía la
remolona, era mi obligación como católica. Detectaba la idea retorcida del
pecado porque siempre estaba en su mente ante cualquier comportamiento ajeno
que no estaba de acuerdo con su casuística moral. El concepto de cielo e
infierno, me parecía absurdo, y la existencia de Dios me parecía descabellada.
Pero esa tarde entré en una iglesia que hacía años que no pisaba. Estaba en
penumbra y apenas si había alguien excepto una vieja arrodillada que farfullaba
sus oraciones. Me detuve un momento al descubrí, sentado en el confesionario
con un libro entre las manos, al padre Alberto Ballestero, que me sonreía.
Albert,
como le llamaban los jóvenes, era un hombre de unos cincuenta y tres años, de
pelo cano, y un gesto afable y simpático. Me caía bien, aún sin apenas
conocerlo, quizás por las críticas ácidas y resentidas que mamá hacía de él. Y
es que Albert no era un cura de los de entonces. Albert era distinto. Era un
cura obrero que trabajaba en una fábrica, que denunciaba valientemente
cualquier injusticia y que además, proclamaba a los cuatro vientos el derecho a
la libertad, justicia y amor para todos los seres humanos. Y eso, en una época
de nacionalcatolicismo le trajo más de un disgusto y más de una noche durmiendo
en chirona. Le devolví la sonrisa. Dudé unos segundos, y a continuación, cómo
impulsada por un resorte, me dirigí al confesionario y caí de rodilla
sollozando. Al ver mi reacción, Albert inmediatamente salió del confesionario,
me tomó por el brazo y me levantó.
—Ven —me dijo—, vamos a charlar.
Nos
dirigimos a una cafetería que por aquel entonces había frente a la iglesia, y
ocupamos una mesa algo más apartada. Al rato, ante dos tazas de café, comencé a
hablar. Y hablé como jamás lo había hecho con nadie: sin timidez, sin tapujos,
sin miedo, sin dudar. Abrí mi alma de par en par y él leyó con avidez cada
página de mi vida. A partir de aquel día nuestras charlas se hicieron
frecuentes. Eran charlas coherentes, acogedoras, intentando siempre resolver
mis miedos incapacitantes. Albert me enseñó a enfrentarme conmigo misma y con
mi conflicto, con una sincera resolución por mi parte de no postergar el
esfuerzo necesario para conseguir una vida normal. Y sobre todo, me enseñó a
quererme a mí misma, a confiar en mí ya que hasta entonces puede decirse que me
había sentido culpable de mi sufrimiento, me consideraba indigna, no merecedora
de nada bueno en la vida. Pasado un tiempo, mis síntomas se redujeron a algo
molesto, pero soportable. Al cabo de varios años logré dominarlos por completo.
De
la persona tímida e insegura que siempre había sido me convertí en una
luchadora en pro de la libertad y los derechos de la mujer. No había nada que
me hiciese callar en aquellos años setenta. Ni las carreras con los grises
pisándonos los talones ni las detenciones (que se sucedían cada dos por tres)
ni las pintadas en el portal de “putas feministas”. Después, con el paso del
tiempo todo se fue apaciguando. Se acabaron las carreras, las pintadas y las
detenciones, y se comenzó a hablar con libertad. Para entonces yo era conocida
como una de las principales defensoras de los derechos de la mujer de éste
país. Todo parecía ser perfecto para mí. Tenía una buena posición económica,
prestigio profesional, y fama y popularidad entre las mujeres. Fui asistiendo a
las bodas de mis compañeras, a los bautizos de sus hijos, y así casi sin darme
cuenta, me vi con cuarenta y tres años, viviendo sola, rodeada de libros y convenciéndome
a mí misma de que era feliz con mi soledad. Pero no, el trabajo y mis
convicciones socio-políticas, no me llenaban por completo. Sentía como se
marchitaba mi cuerpo de mujer sin haber vivido ni conocido el amor, y eso me
inundaba de una gran tristeza. Si desde tiempo atrás ya se manifestaba en mí el
deseo de ser madre, en aquellos momentos era con prepotencia. Me sentía seca,
estéril, marchita. Entre el círculo de mujeres en el que me movía, se decía que
éramos dueñas de nuestro cuerpo y que por lo tanto, querer tener un hijo
dependía exclusivamente de nosotras, ya que el hombre no era más que una
necesidad biológica, y punto. Algunas de ellas tuvieron hijos de ésta manera,
pero yo no podía. Me argumentaba yo misma esa tesis, incluso tuve varias proposiciones
para irme a la cama, pero no me decidí. Por ninguno de aquellos hombres sentía
nada y en esas condiciones era incapaz, no podía trivializar un hecho tan
trascendental para mí, porque el amor no podía pasar a un segundo plano, eso
jamás. Si tengo un hijo que sea fruto del amor, me decía. ¿Pero vendrá alguna
vez el amor? Me preguntaba a continuación. Y en esos instantes de silencio, un
escalofrío recorría mi cuerpo al pensar llegar a la vejes y a la muerte sin
haberme enterado de lo que una mujer siente con la maternidad ni de lo que una
mujer siente cuando ama a un hombre. Una mañana, en un vuelo Madrid-París,
conocí a David, tu padre. Me enamoré apasionada e irremediablemente por primera
vez. Él era periodista y volaba para cubrir no recuerdo que acontecimiento, y
yo tenía que resolver un asunto y regresar a los dos días. Por lo cual, apenas
nos vimos hasta nuestro regreso. Una vez en Madrid, no paramos: compartimos
almuerzos y cenas maravillosas en los mejores restaurantes, bailamos hasta las
tantas de la noche, y por las mañanas visitábamos museos, recorríamos mesones,
o cogidos de la manos deambulábamos por las calles, por los parques, por las
avenidas, por el Madrid burgués de la zona norte, y por el paupérrimo de la
zona sur, absorbiendo el encanto de esta ciudad, de mi ciudad hospitalaria y
acogedora que durante aquellos días albergó mi corazón palpitante de emoción y
dicha.
Me
convertí en la mujer más feliz del mundo. Tu padre era un hombre sumamente
considerado y galante. Me narraba con su habitual sentido del humor, lo
acaecido en su ya larga trayectoria profesional. Sus primeros pasos por varios
trabajos mal remunerados, la escasez económica que padeció, y lo poco
gratificante que le resultó aquella época, profesionalmente. Años más tarde iniciaría
una trayectoria diferente en el periodismo, con la que llegó a alcanzar las
metas que siempre se había marcado. Entre anécdotas y anécdotas, él me iba
seduciendo y yo me iba entregando. Pero eso sí, con precaución. Yo no era ya
tan joven, y mucho menos una belleza, por lo cual, la sospecha de que me
estuviese tomando el pelo o que, simplemente, quisiera pasar el rato, me
martilleaba constantemente el cerebro. Me dijo que vivía en Barcelona con su
madre, y con un perro que le habían regalado unos amigos. Y que tres años
atrás, cuando estaba a punto de casarse, perdió a su prometida en un accidente
de coche.
Conforme
transcurrían los días, yo me iba diciendo que todo lo que me venía a la mente
no era más que pura nadería. David era una extraordinaria persona y yo estaba
coladita por él. Así que intenté superar aquella sensación de alarma, y me
entregué sin reserva alguna a vivir esa pasión que por fin la vida me regalaba.
Puedo decirte, hijo mío, que fue la primera vez que me sentí viva de verdad. Durante
aquel tiempo tuve la sensación de que mi corazón no tenía límite para la pasión
y el amor, y que lo que yo estaba viviendo era tan maravilloso que no podía ser
real. Estuvimos los veintitantos días que él pasó conmigo en Madrid, sin apenas
separarnos ni de día ni de noche, viviendo un sueño maravilloso. Durante ese
tiempo las dudas se acallaron para dar paso a tanto amor, a tanta dicha y a
tanto encanto, que hasta prolongaba el momento de quedarme dormida por tal de
no perderme ni un momento de felicidad.
Antes
de hacerme ningún examen, antes de que mi cuerpo comenzara a modificarse y
antes de tener ningún síntoma, yo sabía que estaba embarazada. La alegría tan
grande que me invadió el día que salí del laboratorio, con los resultados del
análisis en la mano, ni siquiera puedo explicártela. Una y otra vez leía
aquella maravillosa palabra que apenas distinguía por las lágrimas: “Positivo”.
Llamé rápidamente a tu padre y loca de alegría le dije que por favor hiciera
por venir a Madrid que tenía una noticia que darle. Apenas si me hizo alguna
pregunta; quedó en que llegaría el próximo sábado. Hasta ese día estuve muy
agitada, continuamente me asaltaban dudas, temor a que no apareciese, a no
verlo nunca más. Pero me equivoqué.
Recuerdo
perfectamente aquella mañana en la que disfrutábamos de un sol espléndido
sentados en la terraza de una cafetería del Paseo de Rosales. Él, con gesto
grave; yo, reflejando la luz que me inundaba. Me pegué a él y le abracé.
—¡Te quiero, te quiero, te quiero! —exclamé loca de alegría.
Muy
suavemente me rodeó con su brazo y me oprimió contra su pecho.
—¿Qué noticia es esa que tienes que darme? —preguntó.
Recliné
la cabeza en su hombre, le oprimí una mano, sonreí, y acerqué mis labios a su
oído:
—Vamos a tener un hijo.
A
la media hora de esto yo estaba en casa, sentada ante el televisor con los ojos
en blanco y las mejillas empapadas en lágrimas. Si tu padre me había contado
mil veces las monerías que hacía su perro, hasta esa mañana no me dijo las
monerías que hacían sus dos hijos y su esposa. Te estarás preguntando si me
desesperé, si me hundí. Pues no, mi vida. Es verdad que ese día lloré, que
pataleé, que arrojé contra el suelo mi figura favorita haciéndola añicos. Pero
también es verdad que barrí los trozos de porcelana y que con ellos barrí los
trozos rotos de aquel amor. Tumbada en el sofá, cerré los ojos y me quedé a
solas conmigo misma. Cuando los abrí de nuevo, oprimí mi vientre, sonreí entre
lágrimas y comprobé que la vida seguía. Tenía dentro de mí lo más grande y
maravilloso del mundo. Por eso, si en mi corazón se cerró de golpe una puerta
esa mañana, también se abrió otra que dio paso a un amor jamás imaginado. Tú
fuiste, hijo mío, quien se encargó de enjugar mis lágrimas. Tú, ese ser que
latía en mis entrañas y por el que me inquietaba la idea de no ser capaz de
asumir a la perfección mi cometido de madre.
Cuando
naciste, y por primera vez te tomé entre mis brazos, supe que no podía existir
nada en el mundo que superara al sentimiento que yo estaba experimentando. No
me lo podía creer. Junto a tu cuna, contemplándote, me pasaba horas enteras
embelesada mientras sentía mi corazón expandirse con tanto amor que a veces
hasta temía que me diese un infarto. ¡Fueron años tan maravillosos aquellos!
¿Te acuerdas, cariño mío? No parábamos un momento de disfrutar: viajes,
excursiones, parques de atracciones… ¡Yo qué sé a la de sitios que fuimos! A tu
lado me sentía como una niña. Estaba tan ilusionada, tan alegre, tan
satisfecha, tan… No sé, hijo, ¡tan viviendo un sueño! Para mi dejó de existir
el pasado con sus fracasos, sus triunfos, sus complejos, sus temores, sus
luchas, sus ambiciones, su todo. Sólo me importaba vivir a tope la vida, amando
de la forma más pura, grande y desinteresada que existe: amando como madre.
Sólo eso. Después... ¿Qué te voy a decir?... Ya lo sabes. Una llamada de
teléfono y una voz que me paralizó: el autocar en el que tú viajabas, junto con
treinta y dos compañeros más, de 6º de E.G.B. había sufrido un accidente cuando
se dirigía a Navacerrada, en una excursión de fin de curso.
Una
vez que tu cuerpo fue inhumado, yo no tenía que preguntarme que me retenía ya
en éste mundo porque sabía la respuesta: Nada. Yo ya estaba muerta. Lo único
que iba a hacer con aquellos comprimidos que contenían 10 mg. de Diacepán, cada
uno, era detener los signos vitales. Nada más. Comencé a colocar sobre la
lengua los primeros cuatro o cinco comprimidos, y como un autómata carente de
sentimientos, me incorporé para alcanzar el vaso de agua que estaba sobre la
mesa. Fue justo en el mismo instante en que lo acercaba a mis labios, cuando de
pronto te sentí:
—Estoy contigo, mamá.
Sólo
esas tres palabras: “Estoy contigo, mamá”. Y mi vida, mis sentimientos y el
concepto que yo tenía sobre la vida y la muerte, cambió radicalmente. Los
comprimidos rodaron por el suelo, el agua se derramó sobre mi falda y el vaso
se estrelló haciéndose añicos a la vez que cruzaba mis manos sobre el pecho
como queriéndote abrazar, y exclamaba llorando:
—¡Y yo, mi vida! ¡Yo también estoy contigo!
¿Cómo
podría explicarte la transformación tan grande que se produjo en mí esa noche,
hijo? ¡Bueno, que tontería digo! ¡Si tú lo sabes mejor que yo! Me embargó una
paz que jamás había experimentado antes. Tuve la clara conciencia de saber que
tú estabas más cerca de mí que nunca, de que la muerte no es el fin ni es una
aniquilación cómo yo había creído, sino el nacimiento a una dimensión
extraordinariamente hermosa.
Trabajé
como siempre, cumplí con mis obligaciones cotidianas, viajé, me divertí, lloré,
reí. En una palabra, cariño: viví. Pero viví y sigo viviendo con la mirada y el
pensamiento puesto siempre en aquella experiencia tan maravillosa y en aquella
Luz que me mostraste. Ahora puedo entender que viniste al mundo para ayudarme a
despertar. Por eso, si durante años reí a carcajada intentando ser feliz, ahora
mi sonrisa es constante porque lo soy.
Maite
García Romero